Marlúcia vivía en Duque de Caxías. Era el Río de Janeiro que los extranjeros no conocen o que aquellos que han estado un tiempo sólo conocían a través de la sección de policiales de los diarios, porque era parte del norte ultraviolento, donde todos era negros y se mataban tan fácilmente como iban a comprar cerveza. Tampoco conocían más los cariocas que vivían en el Sur de Río. Sabían que vivían en ese Paraíso de morros cubiertos por la selva espumosa y colorida, que iban entrando apacibles al mar, mientras aquel norte era un desierto de polvo seco y caliente, sin electricidad ni cloacas, ni comercios ni ley.
Marlúcia era mi novia y así conocí aquel infierno. Íbamos en un colectivo que se tomaba casi dos horas en llegar. No sé si había entre los pasajeros, delincuentes, pero lo que veía eran negros y mulatos que iban o volvían de trabajar en la zona Sur. Lavaban veredas, cargaban cajas, arreglaban caños, trabajaban en la construcción, manejaban los camiones que repartían mercadería, limpiaban edificios, como Marlúcia. Aquellos colectivos transportaban esclavos.
Y en cuántas ciudades no es así. Quizás ocurra en todas las grandes ciudades.
Esta imagen es de un colectivo que iba hacia Moreno, en el Gran Buenos Aires.
Las personas que aman a los humanos, tienen sentimientos fuertes ante la escena de esos colectivos. Piensan en esa gente. En sus hijos, en todas sus vidas. Desean que hayan sufrido menos. Que sus hijos tengan una vida mejor, que Dios los reciba con un abrazo y los redima por toda la eternidad de la mierda que han vivido en este mundo.
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