La mujer iba por el pasillo del avión bufando, como si le molestara todo. Era petisa y casi esférica, y llevaba demasiados bártulos. Vestía sólo colores estridentes de papagayo, una Banda a verde que le aplastaba los cabellos teñidos de amarillo y lila, de aspecto grasoso e Indomable, y en los labios apretaba un cigarrillo.
Avanzaba trabajosamente, golpeándose contra los pasajeros, los asientos y las azafatas, como si rodara a los tumbos por el interior de un caño. Sin embargo, parte de su problematización era que la angustiaba molestar. No disfrutaba molestando, ni le daba lo mismo. Sentí que le habían civilizado; que era naturalmente turbulenta, lo que en inglés se dice trouble-maker, y que a fuerza de conflictos fue de algún modo aceptando que no debía perturbar tanto con su agitación y tropelía a todos cuántos tenía alrededor. De alguna manera había llegado a transigir con el mundo, de modo precario, pero voluntarioso de su parte, en causar una molestia mínima, estética, a cambio de no alterarlo todo.
Quizás el mundo en su conjunto aceptaba este acuerdo. Pero era de esperar que apareciera alguien intransigente y rompiera el trato.
Una azafata europea se detuvo ante la señora sentada, que respiraba trabajosamente y bufaba mientras devoraba entero algo parecido a un pan dulce, y le preguntó si eso que tenían los dedos era un cigarrillo.
La señora asintió con la cabeza.
— No puede encenderlo.
— ¡Claro! —exclamó la señora, expulsando algunas migas que salieron disparadas como pequeñas balas.
— Pero no puede llevar el cigarrillo.
— No voy a encenderlo.
— De todos modos. No está permitido.
— ¿Por qué? —preguntó la señora y vi cómo se esforzaba por mantener tras las rejas a su bestia, y preví que si no lograba reprimirla, lo que sucedería no sería agradable.
— Son las reglas —insistió la azafata.
— ¿No hay nadie más en todo este avión que tenga cigarrillos?
— Sí, pero no se puede tener un cigarrillo en la mano.
La señora se había puesto roja del color de una mora y sus ojos se le iban saliendo desde el interior de sus cuencos, como dos huevos duros a punto de ser expulsados.
— ¿¿Hay una regla que dice eso?? ¿¿Por qué no se puede llevar apagado??.
— Porque molesta a los demás pasajeros.
Todo estaba al borde. La señora vivía al borde, la azafata había llevado las cosas al borde.
Al fin la señora guardó el cigarrillo y la azafata se fue, con un aire triunfal sutilmente expresado en su eficiencia.
Unos minutos más tarde, la señora tenía nuevamente el cigarrillo entre sus labios.