Uno siempre busca que los actos, todos los actos de su vida, tengan sentido. Cómo come una naranja, cómo camina, qué
lee, qué mira cuando va en un colectivo, cómo le pregunta a su hija cómo anda
con sus amigos, qué observa en una película, cuándo es el momento de abrazar a
un amigo con abrazo de oso, qué camino tomar para ir a ver la muestra, en qué
invertir unos pesos, cómo tratar a una compañera del trabajo, qué imaginar del
futuro del hijo, cuáles manzanas elegir, qué pensar mientras hace unos
movimientos con el cuerpo, qué estilo tendrá la nueva cocina, en qué ciudad
vivir, qué hacer con las ganas de querer, dónde poner las semillas que siente
vivas adentro, con qué palabras despertar a Victoria.
Uno busca que todos esas acciones tengan cohesión, que
formen un solo movimiento entre todas, que no haya ninguna que desafine. No es
que lo haga uno, pero algo dentro de uno busca que cada acto que empieza
sinfonice con todos los demás. Así busco cómo festejar mis 50.
Me gusta buscarlo con otros.
Ayer con Camilo nos divirtió la idea de aceptar las ganas de
rock and roll de unos cuantos amigos a quienes comenté que quiero festejar y
entonces pensamos en hacer una fiesta, no mi cumple, sino una fiesta de chinos
—a la que cada quién se venga de chino. Porque estás en esa, dice Camilo;
porque quiero sacarme al fin esto de la chinidad de encima, pienso yo; porque
los amigos se van a divertir, pensamos los dos.
En la cena, Carolina se encanta con la idea, y a la una me llama
Victoria: que se fueron sus amigas, que por qué no dormimos juntos. Cuando
llego me muestra qué se pondrá: una bata de seda de Guangdong, con un dragón en
la espalda. Hermoso acto.