Las diferencias entre Aníbal y Zoe son multiplísimas. Se llevan
23 años. Eso es tan infranqueable como que te pongan preso en Nepal, o ser
cojo, o que una manzana sea arenosa. Se ha conseguido la aceptación legal del
divorcio, somos uno de los pocos países del mundo que ha admitido el casamiento
entre personas del mismo sexo, pero las parejas entre personas de muy diferente
edad es algo que iguala en tabú al incesto.
Además de la edad, está el sector social del que Aníbal y
Zoe provienen. Y ella es armenia, y Aníbal vasco. Ella se crió entre Buenos
Aires y Nueva York, él entre Garli y Capital. Ella está hecha de materia
sólida, él de disparates y entusiasmo. Ella está centrada en el trabajo, él en la
aventura. Ella tiende a lo real, él a la gracia. Ella se toma el tiempo, él me
atolondro. Ella es segura, él vibrante. Ella es concreta, él apasionado. Ella
pisa sobre firme, él busca pisar sobre lo siempre diferente. Ella va hacia la
querencia, él hacia lo exótico. Ella busca trabajar con lo que mejor conoce, él
arriesga todo por el misterio. Ella es capricorniana, él escorpiano. Ella es
búfalo, él tigre.
Más aún, mucho más insalvable: ella es mujer, él hombre.
Todas estas diferencias pasan desapercibidas. No sólo no generan
conflicto, sino que hasta pueden ser vistas como positivas, por
complementarias. Pero cuando llega el asunto de la edad, entonces crece una
montaña de hielo. Los argumentos presentan algo fatal y horroroso. Hablan de la
imposibilidad de que dos personas con experiencias diferentes puedan compartir
una vida. De un encuentro imposible de amigos, ámbitos, gustos, costumbres.
Proyectan escenas de espanto en la que él se ha hecho anciano y ella está en la
flor de la vida, él siendo un abuelito de sus hijos, ella una mamá joven.
Desbaratar estos argumentos no es más que un juego, un juego
de contienda intelectual que no lleva más que unos minutos. No hace falta mucho
más que mostrar las falacias que los sostienen: que dos personas compartan una
vida en bloque, en lugar de poder en contacto algunos aspectos de sus vidas;
que lo diferente no puede ser compartido; que una relación entre dos personas
sea validada por el futuro.
Sin embargo, el tema no está en la razonabilidad de los
argumentos —la razonabilidad es el sustento que presentan y el escenario en que
pueden ser discutidos— sino en su fatalidad y horror. Puede o no haber
argumentos, pero no pueden faltar la fatalidad y el horror. Es el corazón del
asunto.
Este es, en fin, uno de esos puntos que el devenir de los
acontecimientos históricos no ha podido roer. Occidente hizo una apuesta fuerte
a instalar la razón como terreno en donde nos podemos entender, pero la pulsión
de otros fondos gana.