Fui a cenar a la
casa de mi amigo el crítico de teatro. El calor no da tregua este verano. Estábamos
los dos por el piso.
Luego me he vuelto
en la bicicleta. La bicicleta me da alas en la ciudad, aunque de noche, entre los autos que las personas lanzan por las calles a toda velocidad, siento mucha
inquietud.
Intimidado en la
oscuridad, entre luces ocasionales, andando repasé lo que hablamos con Camilo.
Le conté que desde hace dos o tres días siento que la realidad se me ha vuelto
despiadada. Lo expliqué por la reciente muerte de mi mamá. “Era la única persona
para quien, en alguna instancia, yo era más importante que ella”.
Luego le dije: “eso
se va disolviendo. Se va desintegrando ese amor, sólo va quedando la crudeza,
la falta de piedad. Entre yo y el precipicio de la muerte ya no se interpone
nada”.
Más tarde pensé que
tal vez ese amor se va corrompiendo al mismo tiempo que el cuerpo de mi madre,
y recordé la comida del rostro asado,
en Bolivia. Se celebra a los ocho días de que es enterrado un familiar; sobre
las brasas se coloca una cabeza de vaca o llama y se la deja allí. En algunas
horas los ojos estallan, lo que indica que la cabeza ya se puede comer. Quien
me contó de esto me explicó el significado del rito: a los ocho días los ojos
del muerto estallan dentro de la tierra.
En el camino vi una academia de idioma Esperanto, una ambulancia que esperaba salir a atender alguien enfermo o accidentado, un bar cerrado y unos skaters.
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