Omar Cornetti, se
fue a vivir a Capilla del Monte porque lo que más le gustaba en la vida desde
que era chico eran los platos voladores.
En los alrededores
de Capilla del Monte los platos voladores andan como pájaros.
Omar Cornetti
cuenta cada vez que puede que un OVNI se lo llevó.
Relata que las
primeras horas estuvo completamente dormido, que luego vio a los
extraterrestres dentro de un especie de quirófano del OVNI, verdes, luminosos,
con la boca pequeñita, los dedos largos, vestidos o desnudos, con los grandes
ojos todos enteros de un negro de obsidiana.
Dice que se durmió
y luego despertó en su cama.
Se sentía bien,
pero tenía una sensación extraña, como si algo estuviera observándolo desde
atrás. Se daba la vuelta, pero no había nada.
Al rato, en medio
de la noche, entendió que le habían injertado una máquina en la espalda.
No le dolía, pero
sabía que esa máquina iba a gobernar su cuerpo, su mente y su vida. No creía que
los extraterrestres le enviaran órdenes por radio a la máquina, pero la máquina
en sí condensaba toda la ciencia, todo el mundo de aquella civilización
increíble, y también cargaba con toda la operación del secuestro, la intervención
de su cuerpo y luego la devolución a este mundo.
Vivía muy
precariamente, apenas tenía un solo espejo redondo con marco de plástico
celeste en el baño para afeitarse (las pocas veces que se afeitaba). Intentó
ver en ese espejo cómo era la máquina que tenía injertada en la espalda.
Apuntó la espalda
al espejo y trató de girar la cabeza para verla reflejada con el rabillo del
ojo.
Apenas distinguía
que tenía alguna cosa, pero no podía ver qué era con precisión.
Intentó tocarse, y
con la punta de los dedos apenas rozó unas piezas de metal que se movían. No
tenían la rigidez de las piezas de un reloj, pero se movían regularmente.
Se desesperó.
Necesitó con locura saber qué era eso.
Sabía que de ahora
en más él sería otra persona. Lloró desconsoladamente la muerte del Omar
Cornetti que había sido hasta entonces, el hijo de su mamá, el hijo de su papá,
el hermano, amigo de sus amigos.
La angustia se
mezclaba con la ansiedad por lo que sería de ahora en más.
En esa época del
año el pueblo estaba vacío, y eran las 3.45 de la madrugada y no quiso ir a
buscar ayuda para poder ver qué era aquella máquina. Por lo demás, sabía que
verla no le ayudaría. Por mucho que los
científicos lo estudiaran, posiblemente no descubrirían qué era aquello.
Le pedí que me dejara
ver la máquina.
Se levantó la
remera y me mostró su espalda. Tenía una cicatriz, pero la máquina no era
visible. Me explicó que con los días la máquina había ido penetrando en su
cuerpo y me trajo una radiografía en la que se distinguía un círculo blanco a
la altura del corazón.
Le pregunté qué
cambios estaba imponiendo la máquina a su cuerpo, su mente y su vida.
— No soy el mismo,
me dijo. Pero no puedo ver qué soy. Aún no he encontrado el espejo.
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