Hay muchas buenas clasificaciones de Platón. En La
República, creo, decía que había un tipo de estudiante que en las clases era
pesado, se aburría y se quedaba dormido, pero que en la batalla era valeroso y
determinado, y que había otro tipo de estudiante que en las clases estaba siempre
interesado, era vivaz y hacía más de lo que se le pedía, pero en el campo de
batalla se volvía loco de miedo y desesperación, y salía corriendo ante la
mínima amenaza.
Me suelen arrojar en la cara esta verdad: “sos hipersensible”.
Y, la verdad, me cuesta un poco comprender por qué la
hipersensibilidad es usada como reproche. Por qué es vista como un defecto,
como si acusaras a alguien de ser demasiado fuerte, o demasiado talentoso o
demasiado constante.
Sobre todo para mi trabajo, que es el de observar para
comunicar, la sensibilidad es fundamental, de modo que la hipersensibilidad es una
ventaja importante.
Naturalmente, mi hipersensibilidad está en sintonía con
una hipercobardía. Lo que otros no sienten, para mí es ácido arrojado a mis ojos.
Cómo no temer las heridas, físicas, emotivas, psicológicas, si son siempre ardientes.
Lo digo literalmente; me quemo la yema del dedo con un
fósforo y me tortura un dolor desesperante, metafísico, me descompenso.
Además, la valentía, de San Martín, de los vikingos, de los
ingleses conquistadores del mundo, de los belgas asesinando negros indefensos, incluso
la del Che, me parece que valen muy poco.
Hay infinitos caminos alternativos para conseguir lo que se
busca, cuando se cree que la única manera de lograrlo es la bravura, y por ese camino
se va muy directamente a la vanidad, la bravuconada, el autoritarismo, el
abuso, el machismo y la vigilancia.
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