Uva vez andaba yo por un pueblo perdido en el extremo
noroeste de China, y vi un zapatero que tenía toda su zapatería en la vereda.
Con el gorro topar, sus bigotes, sus pantalones de vestir, camisa prendida
hasta el último botón y saco que usan los de su etnia, estaba sentado en el
piso.
Una señora que vive adentro de mí me dijo “qué atrasados que
viven. pobres infelices”, pero yo busqué un lugar desde donde pudiera
observarlo sin que él lo sintiera como una intromisión. Me senté, yo también,
en el piso, con la espalda apoyada en una pared.
Todo el tiempo el zapatero estaba trabajando. En la media
hora que compartí con él, calle de por medio, llegaron dos mujeres. Una se
llevó algo en una bolsa y otra se quedó. Se sentó en un banquito mínimo que el
zapatero disponía allí mismo para sus clientes, se sacó un zapato y se lo dio.
El tipo dejó de hacer lo que estaba haciendo y se puso a arreglar el zapato de
aquella mujer. Los dos tenían una tranquilidad hermosa.
Lentamente pasaban autos y chinos en motoneta, caminando y
en camello. El zapatero y la mujer charlaban, a veces reían.
Finalmente, él le entregó el zapato, ella se lo probó, dijo
que estaba bien, le pagó unas monedas y se fue.
Más tarde fui a ver de cerca la zapatería. Tenía zapatos
para arreglar, zapatos arreglados y zapatos nuevos, de cuero grueso y con el
interior forrado de pelo de cordero que, evidentemente, hacía él. También
tenía cintos. Le compré una billetera para mi sobrina Elena.
Me cobró tan poca plata que no me dieron ganas de
regatearle.
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