En un atardecer rojo de un día de verano, éramos un grupo de
chicas y chicos al costado de una piscina en un parque.
Yo tenía 17 años, vos 15. De la nada, me pediste que
recitara un poema. No nos conocíamos, no tenías cómo suponer que yo sabía un
poema, y justo me lo pediste en los días que me había aprendido de memoria, de
lo mucho que me gustaba, uno de los 20 poemas de amor de Pablo Neruda.
Yo era como un rey en ese momento de mi vida. Tenía tanta
seguridad en mí mismo como la necia seguridad en sí mismo que tiene un torero o
un gallito boxeador. Cuando me pediste que recitara un poema, salí al ruedo sin
hesitación y comencé a recitar.
Era tan engreído, que no intenté traducir; recité en español,
con el lento, íntimo y grave ritmo que pedía el poema.
En los minutos que estuve recitándolo, los demás
adolescentes fueron callando, y cuando terminé, el mundo entero parecía estar
en silencio. Alguien aplaudió y vos me mirabas fijo, con tus ojos brillantes.
Yo te miré fijo también, incluso mientras chocaba los cinco con alguien.
Me dijiste que era hermoso, yo me reí, "¿por qué decís
eso, si no comprendés el español?"
Me dijiste "vos sos hermoso".
Ese fue el momento en que nos enamoramos.
Pero yo me fui de ese país dos semanas después. Ahora,
cuarenta años más tarde, me causa pena y ternura la arrogancia que yo tenía en
aquella época, y hago balance y, con todos los muchos enamoramientos que tuve
en mi vida, valoro aquel instante. No sé si tuve otro tan perfecto. Fue uno de
esos flechazos de amor que fundan parejas para toda la vida.
Y pareciera ser que para mí, esta lo es, porque fijate que
no te he olvidado.
He ido marcando con
cruces de fuego
el atlas blanco de tu
cuerpo.
Mi boca era una araña
que cruzaba escondiéndose.
En ti, detrás de ti,
temerosa, sedienta.
Historias que contarte
a la orilla del crepúsculo,
muñeca triste y dulce,
para que no estuvieras triste.
Un cisne, un árbol,
algo lejano y alegre.
El tiempo de las uvas,
el tiempo maduro y frutal.
Yo que viví en un
puerto desde donde te amaba.
La soledad cruzada de
sueño y de silencio.
Acorralado entre el
mar y la tristeza.
Callado, delirante,
entre dos gondoleros inmóviles.
Entre los labios y la
voz, algo se va muriendo.
Algo con alas de
pájaro, algo de angustia y de olvido.
Así como las redes no
retienen el agua.
Muñeca mía, apenas
quedan gotas temblando.
Sin embargo, algo
canta entre estas palabras fugaces.
Algo canta, algo sube
hasta mi ávida boca.
Oh poder celebrarte
con todas las palabras de alegría.
Cantar, arder, huir,
como un campanario en las manos de un loco.
Triste ternura mía,
¿qué te haces de repente?
Cuando he llegado al
vértice más atrevido y frío
mi corazón se cierra
como una flor nocturna.
(Poema 13)
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