Me da mucha pena que arruinemos el
vino, esa bebida lograda con tanto empeño que es casi sagrada.
Es un sacrilegio echarle agua o
alcohol, o soda, o marketing, o alcoholismo, o la pretensión de ser más que
otros.
Por ejemplo, para decir que la combinación
del vino con determinada comida es buena se empezó a decir "maridaje".
Una palabra bastante espantosa, que es
inventada sólo como marca de status: quienes la dicen dejan entrever que
pertenecen a cierto círculo exclusivo de personas, que se dedican a disfrutar
de la vida, en un hedonismo habilitado por el hecho de que tienen resueltos los
problemas que a las personas inferiores le afligen la vida.
Me da mucha pena que se arruine el
glorioso vino con la aspiración a estar por arriba de los demás.
Cuando cumplí 50 años hice una fiesta
de dos días en un lugar muy remoto. Si quedaba lejos para los que vivían en
Buenos Aires, resultaba mucho más remoto para los amigos que llegaron desde
otras ciudades.
Walter Álvarez viajó un día entero
para poder llegar. No sólo demostró su sentimiento de amistad con su presencia,
sino que además trajo vino que él mismo había hecho.
Adentro de las botellas que cargó con
gran esfuerzo, estaba el producto de sus años de ensayos y de logros con su
compañero Fernando Demarco, y estaba el producto de la naturaleza y el
resultado de los miles de años que los hombres vienen cultivando el vino.
Todo esto se podía sentir en aquel líquido
áspero, de sabor único, más denso que el agua, de un color maravilloso.
Todo eso es lo que uno incorpora a su
cuerpo cuando toma un trago de vino.
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