Ya bien entrado el siglo XXI, resulta un poco asombroso recordar el momento del siglo anterior en que el periodismo empezó a ser acusado de reemplazar al Poder Judicial.
Los medios de comunicación estaban ganando poder para condenar o perdonar a una persona, un gobierno, una empresa o una institución, por sobre el Poder Judicial.
Entre muchos otros, los fundamentos de ese poder eran la confiabilidad de la información y la consistencia lógica de las afirmaciones.
La solidez de las conclusiones se basada en hechos comprobables relacionados de modo coherente.
Ya bien entrado el siglo XXI, recordar aquellos dos cimentos causa risa: son perfectamente desdeñados.
Muchos periodistas con larga experiencia, que durante gran parte de su carrera se esforzaron en publicar con lógica irreprochable sólo aquello que estaba documentado o podía ser probado, ahora son los maduros bronceados de cama solar y lentes oscuros, que visten pantalones ajustados y tienen en la punta de la lengua la frase: “¡Pero te quedaste en el pasado! ¡Eso ya pasó de moda!”
Lo que define a la postverdad es que la conclusión a la que se llegaba, ahora es la premisa. O sea, aquello que debe ser tomado sin discusión, sin cuestionárselo, tal como es.
Ya no son necesarios ni datos comprobados ni una ilación lógica para fundamentar lo que se dice.
En todo caso, se manotean datos que sirvan y se desecharán datos que contradigan.
Se llega a esta brutalidad entre otras cosas porque los medios de comunicación (igual que el Poder Judicial) se fueron haciendo menos y menos confiables.
Si antes “está en el diario” o “lo dijeron en la radio” era la garantía de que una afirmación era confiable, ahora no vale nada.
“Clarín miente”.
“C5N es Cristina 5 Néstor”.
Como nada es confiable, se elige “creer” aquello que, por algún motivo, satisface más.
Una versión de la realidad puede ser preferida a otras por la emoción que causa, por el placer que provoca su conflictividad, porque cumple mi deseo (el deseo de pertenecer a un sector social más alto está muy fuerte), porque me conviene, porque es algo próximo a mí, y sobre todo, porque confirma lo que yo quiero.
“Me”, “mí”, “yo”: las razones por las que se elige una determinada versión de la realidad está siempre centradas en lo individual.
Se elige lo que me conviene y en contra de la sociedad.
El interés social, el bien común, son ignorados de un modo agresivo. La política es odiada.
El individualismo es absoluto.
Esta es la herencia que le estamos dejando a nuestros hijos.
Observo a mis chicos, que son chicos promedio.
Ignoran que existen los diarios, jamás escuchan la radio, la televisión no es parte de su mundo.
¿Cómo se enteran de lo que sucede en la realidad?
Asumiendo que la realidad no les interesa, se enteran por memes.
Todo lo saben por memes.
En los memes encuentran los hechos y su interpretación —de lo cual, además, desconfían.
Esa desconfianza, surgida de las sospechas que le causan los viejos que mienten mientras declaman “¡esto es verdad!”, se convierte en socarronería, en humor decontracturado y ácido.
La revista Barcelona se adelantó bastante a esto.
Ya bien entrado el siglo XXI, es de esperar que en no mucho tiempo La Nación, Clarín, Página 12, Perfil, Tiempo Argentino, etcétera, sólo publiquen memes por redes sociales.
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