martes, 25 de julio de 2023

El anafe

Mi tío José se quedó viviendo en la casa de sus padres, una muy modesta casita lejos de la ciudad, que tenía agua que se bombeaba de un pozo, se calentaba con leña, la letrina estaba lejos y el teléfono en un futuro lejano.

Su hermano Rubén, en cambio, tenía un buen pasar, con una casa muy bonita en una ciudad grande.

Un día hablamos de José con Rubén, y Rubén me llamó la atención sobre la humildad extrema en que vivía su hermano.

— Es croto, ¿no? —me dijo, implicando que vivía pobremente porque así lo quería.

Aunque el resto de la familia no lo dijera, notamos que José había elegido vivir de aquel modo despojado o dejado. Pensé en la milonga “Los ejes de mi carreta”: “Porque no engraso los ejes me llaman abandonao, si a mí me gusta que suenen, ¿pa qué los quiero engrasaos?”


Me identifico con mi tío José. Me han reprochado que me privo de comodidades mínimas, por miserable, por dar pena, por no saber vivir bien.


Yo acepto esas razones y agrego otras.


En algún momento de mi vida me hice marxista y ecologista, y me convencí de que el consumo injustificado sostiene el capitalismo y su explotación social y un sistema económico que destruye los recursos naturales de un modo acelerado y violento. Comprar lo que no es indispensable, es contribuir a la maquinaria de una sociedad brutalmente injusta.


Por otro lado, lucho contra mi vocación burguesa, que me llena de vergüenza, de querer ser más, teniendo más, aparentando más.

Y también lucho contra ser el hijo consentido, que todo lo que quiere, la madre se lo da —especialmente si es contra la voluntad de su padre.


Fuera de esto, todo lo “bonito”, “la decoración”, el “buen gusto”, lo “limpio”, lo “bien arreglado” me resulta muy barreta, barato, aburrido, afectado, falso. Acaba dándome pena.


Obviamente, todas estas son justificaciones para ser pobre como manda mi moral católica: la pobreza dignifica. 

Bienaventurados los Pobres, porque de Ellos será el Reino de los Cielos.




Así, termina gustándome vivir al borde. 

Al borde de no tener, al borde de la pobreza.

Y también disfruto ese riesgo porque me produce un profundo gozo saberme capaz de soportar las consecuencias de vivir una desventura. En definitiva, para mí una desventura es sólo una aventura al revés.

Cuando se rompe algo en mi casa, el caño que sale del bidet, unas manchas de humedad en la pared, un burlete de la ventana, tardo siglos en arreglarlo. Y en tanto va pasando el tiempo, le voy tomando cariño a la botella de gaseosa cortada que puse abajo del caño del bidet para atajar las gotas que caen. Me gusta que esté un poco cachada una parte de mi casa. 

Todo está en orden cuando la ruina es parte de mí. Pienso que todos tenemos ruinas, y que quien las niega vive asustado; yo prefiero mirarlas de frente, hablarles, acariciarlas.

Mis defectos me hacen ser yo. Las zapatillas muy gastadas y los jeans rotos me dicen que yo soy yo.


Hace algunos años cortaron el gas al edificio donde vivo. Para rehabilitarlo había que pagar bastante dinero, había que hacer un trámite engorroso y hacer modificaciones en el departamento. Preferí comprar artefactos eléctricos, entre ellos un anafe de una sola hornalla, donde cocino lo poco que me cocino a mí mismo, unos fideos cada tanto o un guiso. Una buena amiga se horrorizó al ver el anafe que monto sobre una tabla de cortar carne apoyada en la bacha de la mesada. Cuando miré el anafe con sus ojos, ciertamente me pareció un poco peligroso, bastante horrible —entre otras cosas porque nunca lo limpié— y me hizo acordar a mi tío José.


También me pareció del estilo de las cabañas donde vive la gente pobre del Delta de Tigre, adonde me gusta pasar unos días cada vez que puedo. 

Son cabañas hechas de maderas que siempre se están pudriendo por la humedad, en medio de una naturaleza desordenada, incontrolable, de plantas silvestres en lugar de césped bien cortado, en medio del barro en lugar del cemento, con agua sucia en lugar de agua potable, con la electricidad que se corta a cada rato, la comida de mala calidad, la ropa siempre la misma, la vida a merced de las tormentas, el calor, las mareas y los mosquitos. Una vida precaria.

Me gusta la precariedad, lo transitorio, lo que no durará.


Cuando nado, sólo voy de una costa a la otra. Lo más rápidamente posible, porque siento que si me quedo en el medio, me hundo y me ahogo.

La mujer con la que estuve casado me dijo un día: “siempre te estás yendo”. 

Otro día me dijo: “a veces me despierto y me estás mirando. ¿Qué pensás? Yo sería feliz si cuando terminamos de hacer el amor, te dormís como un oso y yo después no puedo despertarte. En cambio, estás siempre alerta”.

Tenía razón. Cuando estaba con ella, yo estaba en otro lugar. Estaba con ella un tiempo, pero tarde o temprano debía volver a mi casa.

Pero ¿dónde era mi casa?

De un modo figurado, mi casa estaba pegada a los muros externos del castillo donde mi madre era la reina. El castillo mismo no era mi casa, porque era la casa de mi padre. Por otra parte, el vasto mundo fuera del castillo me resultaba todo territorio ajeno y yo no me había construido allí un lugar propio.

Un sucucho en la parte externa del muro del castillo de mi madre era mi refugio. 

Si algo me sucedía, podría pedirle entrar.


Pero ella ha muerto y mi padre me ha mantenido expulsado.

Así, vivo refugiado en el pequeño departamento que mi madre me compró en Buenos Aires.

La pandemia lo ha consolidado como mi guarida. Tengo internet, comida, calor, la cama donde duermo, las pastillas.

Desde que las calles estaban llenas de peligros de contagiarme, sólo estoy afuera los minutos indispensables y apenas termino la misión que me hizo salir, corro a mi departamento.

Allí adentro me espera el anafe.



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