Siempre escribo en cuadernos.
—Bueno, no sólo en cuadernos. También escribo en el celular, en la MacBook, en mi PC de escritorio.
— Y bueno (otra vez), no siempre: siempre sólo en los intersticios. Cuando viajo en ómnibus, avión, tren o ferry; cuando espero en un consultorio o en cualquier fila; en un café en otra ciudad; en un parque o una iglesia que encuentro cuando camino hacia algún lugar; en cualquier reunión por zoom. En fin, cuando paso de un lado a otro.
Una tarde iba en un subte de Nueva York, línea D, la anaranjada, que estaba muy lleno y escribir parado y apretado era sumamente incómodo, pero es exactamente el tipo de escenas que me exprimen haciendo brotar de mí ocurrencias que me urgen a que las escriba, de un modo tan acuciante que no tengo voluntad contra ellas.
De manera que saqué mi cuaderno de la mochila y me puse a inscribir.
Al rato noté que una adolescente, de 16 o 17 años, me observaba con un interés tan vivaz como si yo fuera una mezcla de pulpo con tortuga, o como si tuviera ojos de cabra, o si un manojo de ardillas jugara en mi cabeza.
Estaba fascinada porque un fulano escribía a mano en un cuaderno, y esa fascinación le producía una sonrisa, bastante hermosa.
Le comentó de mí y me señaló a un chico y otra chica que estaban con ella. Sus amigos me echaron un vistazo con algo de interés y luego siguieron con lo suyo, pero la chica quedó fija en mí.
Quizás pensaba que yo era un afgano, un uzbeko o un mongol sin civilizar. De hecho, me creo un sudamericano sin civilizar. (Ella tampoco parecía muy civilizada).
No se atrevió a tomarme una foto con el celular, pero le hice el día.
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