Festejar los defectos del otro en lugar de los aciertos propios es confesar que el otro está en el centro y nosotros, impotentes.
La postura corporal, incluido los gestos de la cara, hablan.
En este caso, gritan.
Todo Milei dice “estoy para acordar”, en cambio Xi dice “foto con este también”.
Milei inclinado hacia adelante y hacia Xi, Xi apuntando en otra dirección.
La mano izquierda de Milei lista para más contacto, Xi esconde la suya.
Milei alza la cabeza, positivo, Xi la baja, mostrando que la situación le pesa.
Y todo esto, claro, hay que leerlo en el contexto de Milei diciendo:
"No hago trato con comunistas".
El comunismo "es un sistema asesino. Se cargaron la vida de 150 millones de seres humanos" (tanto en el debate con candidatos, hablándole a Miriam Bregman, como en Ecuador).
"El comunismo ya sabemos que fue un fracaso" (en una clase en el Instituto Hoover, de la Universidad de Stanford, Estados Unidos) —es decir, le está dando la mano a un fracasado.
Pero la felicidad que nos da descubrir a Milei en una contradicción no deja de revelar nuestra impotencia.
Es Milei al que le da la mano Xi Jinping, no le da la mano a Massa, ni a Wado de Pedro ni a Kicillof.
Y por otra parte, no pareciera hacerle mella a Milei un día decir una cosa y al siguiente, otra.
Así como nosotros lloramos afuera, él utiliza el poder como los que votamos nosotros no lo supieron usar —ver: Vicentín. Usa el poder para hacer lo que quiere, se caga en la ley, se caga en no tener partido político ni diputados ni senadores. Se caga en contradecirse, no le cuesta nada, parece que al contrario, cada vez gana más poder haciendo los mamarrachos que hace. Y se caga de risa de nosotros cuando chillamos señalándole sus contradicciones.
Podríamos dejarlo que se cocine en su juego, en el que con o sin contradicciones, abre todo el Estado para que lo saqueen sus jefes, y empezar a pensar en cómo no repetir Vicentín
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