La noche anterior vi la luna enorme subiendo en el este. La
descubrí cuando ya estaba bastante alta, pero aún tenía un velo de almíbar
denso y noté que iba derecho hacia el cenit, así que concluí que había surgido
del horizonte perpendicularmente y muy grande, y roja. Yo trabajaba atendiendo
a periodistas, pero estaba en Miramar, y esa luna tan poderosa saldría del mar.
Al principio estuve inquieto, pensando cómo haría para escaparme a la hora que
saliera la luna para ir a verla y fotografiarla. Le pedí a una amiga,
formidable amiga, que averiguara a qué hora saldría esa luna donde yo estaba y
me contestó que a las 21.22. A esa hora yo estaría cenando con los periodistas.
Al fin les blanqueé la situación, invitándolos a atrasar la cena una hora para
ir a ver la luna al mar, a lo que accedieron encantados.
Fuimos, entonces, al muelle. Mientras esperamos contamos
anécdotas de otras salidas de la luna. Se fue haciendo la hora y nada ocurría.
Esperábamos ese resplandor en el cielo que anticipa la Reina Luna, pero no
apareció, hasta que muy repentinamente, al final de línea de luces que salía
del pueblo y hacía una curva en la oscuridad lejana, surgió otra luz, más
grande, y roja. Emergió como un cuerpo orgánico, más que cósmico. Parecía una
gota de sangre que había caído desde el mar hacia arriba y se había encontrado
un cielo de vaselina, que la contendía como una burbuja y le permitía avanzar
muy lentamente. Nuestra expectativa se vio defraudada. No tenía nada de gracia
aquella luna. La fotografiábamos frenéticamente, pero a la vez sabiendo que no
haríamos nada con esas fotos. Era una luna boba, que no decía nada, cuyo único
interés estaba dado porque parecía tener vergüenza de ser vista tan gorda y
desnuda y sola en el cielo negro. La dejamos terminar de subir, y que se fuera;
nos dimos vuelta y la olvidamos.
Pero he aquí que vuelvo a verla una noche después, ya
mordido un pedazo por la negrura del menguante. Voy en el ómnibus, la luna está
sobre Dock Sud. Parece una parte de su paisaje, de tanques gigantes, torres, paredones,
estructuras de metal, edificios cuadrados. La luna tiene el conejo tajeado por
el humo de una chimenea, flota sobre el vaho en que se mezclan los combustibles
de las refinerías y el aliento fétido que sube del Riachuelo, de podredumbre
que trae de los basurales. Allí, entre esas siluetas malignas, la luna roja
encuentra su sentido. Está más gloriosa que nunca.
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