Mi Viejo chino está viejo.
Yo también.
Me cuenta de un barrio en las afueras de Miami que "es
sólo para viejos. Ni los chicos ni nadie menor de 50 años puede vivir
ahí".
Ajá. Mañana cumpliré 52. ¿Problemas para asumir la edad? Lo
invitamos a pasar una apacibles jornadas en Ending Park.
Recordé una tarde en La Bombonera, repleta como siempre,
miles y miles de personas y entre todas un fulano cuyo rostro había sido objeto
de una tarde de borrachera del Demonio. Esa pobre cara era de una monstruosidad
inhumana. Y sin embargo, ahí había ido el tipo, a que lo vieran, lo miraran, no
algunas personas, sino una ciudad entera. A ver quién se la banca de verdad, a
ver quién tiene los huevos para mostrar el culo.
"Yo me iría a vivir a ese barrio ", dice mi Viejo
chino, "pero no hay quien arranque a Alice de Brooklyn". Alice, su
mujer, es treinta años menor que él y está eternamente fascinada con New York.
Y yo pienso que es un disparate pensar que yo, un chico, me
iría a vivir a ese Fuckoff Ending Park, pero aún así, sería admitido con
sonrisas de bienvenido, abuelo, ¿cómo andamos hoy?, y este rezongo que tengo
¡no soy ningún viejo, me recago en la hostia!, sería tomado exactamente como
son tomados los rezongos de los viejos, dado que no hay viejo sin rezongo.
En fin, que ya doblamos la ultima curva, mi Viejo chino y
yo. Bastante juntos; ventajas y desventajas de tener un padre joven -bueno,
quiero decir, un padre que lo tuvo a uno cuando apenas salía de la
adolescencia.
Y chocheamos un poco. Nos vimos el año pasado, pero como
antes de eso habíamos pasado una vida sin vernos, peleados, se nos ha impreso
que cada encuentro es un Gran Encuentro, Bolívar y San Martín, con Chinatown
como nuestro Guayaquil.
Acechando el rito, me caigo a su negocio una tarde sin
avisar, y nos miramos a los ojos, y veo que se le llenan de agua, y siento que
me pasa lo mismo.
"Sabía que vendrías", me dice. "Hace un rato
que estaba pensando que ibas a venir ahora".
Un par de días después le cuento de sus nietos, que uno anda
por Colombia de mochilero, que otra es seria, como le gusta a él que sean los
chicos, que otro va derecho a ser dirigente de un club de fútbol, que otra
tiene un millón de amigas que son su vida, que otro es un papá dedicado a su
hija como una leona. Vamos repasando la vida de los chicos, los que no pueden
entrar en ese barrio de la muerte, los que andan por ahí como andan los
caballos sueltos, y somos felices con ellos, y otra vez andamos con las
gargantas estranguladas por las ganas de largar el llanto.
Lo digo, al fin "estamos viejos, che", y él se
pone a hablar de quien tenía el nombre oficial El Viejo, mi abuelo, su suegro,
Emilio Lorenzo. Parece medio tirado de los pelos que hable de él, pero entonces
cuenta que en el campo mi abuelo tenía abejas, y una vez vio un enjambre
volando y rápidamente le dijo que golpeara una lata. Con el bochinche, las
abejas bajaron y se amontonaron como una pelota en una rama baja, y El Viejo
las atrapó dentro de un cajón de manzanas. Las tuvo un tiempo encerradas y al
fin las soltó, cuando ya estaban aquerenciadas, y así hizo una colmena más.
Mi Viejo cuenta aquello maravillado, aún bajo el efecto de
la magia. Se le enciende en los ojos de chino viejo un brillo de niño.
"Le pegábamos como locos a las latas, yo y vos, vos con
una lata chica. ¡Le pagabas con muchas ganas!"
La verdad, no recuerdo ese momento juntos, juntos los tres
hombres, uno gallego, el otro chino, el otro entreverado; uno viejo, el otro
joven, el otro un crío. No tengo memoria de esa escena, pero en esta hora me
gusta imaginarla.
Escrito en la víspera
de mi cumpleaños número 52.
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