Me dijeron que moriré pronto. Como si en la línea del resto
de mi vida, trazada larga por mi esperanza, no disparatadamente larga, que la
extendiera hasta los 105 años, pero sí optimista, un buen abuelo feliz, como si
en toda esa línea el maldito médico del que se disfraza la Parca, hubiese
clavado el índice demasiado, demasiado cerca del principio.
Lo mandé a cagar.
Lo ignoré, lo desprecié.
¿Y qué? Me voy a morir garchando, de fiesta, de frula.
Entonces el viaje largo para ver a mi Viejo, avanzado él en
la línea suya, pero ambicioso, vibrante, con los ojos bien abiertos. Me trata
bien, me quiere, me hace chico de nuevo, como cuando me levantaba antes del
amanecer y me llevaba hasta el arroyo a pescar, bajo la morera, y el agua se
hacía irreal cuando reflejaba la primera luz metálica que se encendía lenta e
implacablemente en el cielo.
Quizás me quiere más ahora. Los años le limaron algunos
vértices cortantes, ha comenzado a usar adjetivos. Miro adentro de sus ojos: no
tiene la mínima sospecha del dedo huesudo señalando una fecha que está antes
del final de su línea.
Mejor así.
Hoy pasamos un buen día. Como aquel italiano:
"comimos... nos tiramos pedos... cogimos... ¡Qué domingo pasamos,
¿eh?!"
Fuimos a The Cloisters. Nos congelamos en el divino parque
junto al río, con un viento que atacaba con una caballería de cuchillos de
acero, pero luego, dentro del edificio medieval donde está el Museo, el clima
era acogedor.
La despiadada crueldad del invierno del 14 en Nueva York se
olvidaba con la instantaneidad con que se olvida un sueño a la mañana, apenas
era uno atrapado por el alucinado laberinto del Medioevo, hecho de ángeles,
Jesucristos torturados, dragones, Vírgenes María, corderos, santos, reyes,
Epíritus Santo, caballos, cruces, discípulos. Mi padre chino estaba parado
frente a una Piedad, hecha de una Virgen teutona pálida, con una cabeza enorme
y una expresión de dolor que rayaba con el ridículo, y un Cristo famélico, de
costillas que le estiraban el cuero y el cuerpo revestido de laceraciones
sangrantes. Me vinieron a la mente las escenas de aquellos emperadores chinos
que, sabiéndose los soberanos del mundo, recibían a los viajeros europeos de la
época de esta Piedad. Los consideraban bárbaros, una raza inferior, brutos. Y
fue con esa brutalidad que los europeos tuvieron su embate sobre el mundo, y
atropellaron a los chinos. Pero quizás la brutalidad engendra su propio fin
inminente, y así los brutos occidentales ya están viendo el ocaso de su breve
dominio ejercido con el terror, la explotación y la muerte durante tres o
cuatro siglos, contra miles de años en que las dinastías chinas han marcado el
latido de la Humanidad. Y ahora están recuperando ese lugar.
En fin, en The Cloisters la realidad se había hecho extraña
antes de llegar a la segunda sala y el estado de fantasía profusa se iba
materializando hasta que el disparate, el horror, la santidad y el milagro se
hacían normales, como si uno nunca hubiera vivido en un mundo diferente a este.
Delante de un retablo labrado por decenas de manos durantes
decenas de años, y sobre un altar, igualmente profuso, había tres bustos de
mujeres. Las tres esculturas tenían esa calidad que sólo consiguen los artistas
que conectan con otro estado de cosas: la vida las ponía al borde de la acción.
Pestañearían, su respiración se percibiría, harían un gesto con al boca. A uno
le crecía el temor de que empezaran a hablar.
Me encontré solo frente a ellas —no había otro visitante del
museo y mi padre se había quedado estudiando la composición del jardín, lo
único que le había parecido interesante.
Contemplé los bustos fascinado, preguntándome qué los hacía
tan intensamente vivos. Observé que a través de los vitrales les llegaba
oblicua la luz de un sol medio dormido, suspendido cerca del horizonte en un cielo
vacío. Era la luz perfecta para darle forma a las mujeres, el altar y el retablo
labrado con locura, y era una luz que no existiría más que unos pocos días al
año, porque el sol cambiaba rápidamente de posición día tras día, y además el
cielo debía estar despejado, y probablemente la temperatura debía estar tan
inusualmente baja como en este día.
Quizás era la singularidad del momento lo que hacía vivir
las esculturas. "Un conjuro del tiempo dará vida a lo que una vez la tuvo
y luego fue absorbido en las entrañas de la muerte".
Nos fuimos de allí.
Nuevamente atravesamos el parque cuyo viento maléficamente
frío nos helaba los pies dentro de las botas y las manos dentro de los guantes,
y nos impedía hablar porque había hecho rígidos los músculos de nuestras caras.
La caminata de quince minutos fue un suplicio, pero al fin
nos devolvió a la realidad de todos los días y cuando llegamos a la estación de
subte el estado de magia medieval ya había quedado encapsulado dentro del
edificio.
Anduvimos por la ciudad.
Visitamos a los cuñados de mi viejo en su panadería, fuimos
a comprar un teléfono celular, pasamos por la ferretería de unos amigos.
Tomamos para acá y para allá el subte, todo el tiempo charlando, de China, de
Argentina, del presidente Obama, de los antiguos amigos de mi viejo que yo
recordaba, de su relación con mi mamá, de la casa que se compró en Queens, de
la vez que volvió a Hong Kong, de mi nuevo trabajo. Vimos en la estación de la
calle 42 a
un chinito de unos diez años tocando en un teclado, muerto de frío, una melodía
de Tchaikovsky, con su papá cerca, los dos vestidos como inmigrantes recién
llegados, ambos iguales, zapatillas sin medias, gorro de lana negro, campera
inflada, negra la del nene, roja la del padre; ambos impasibles, sin expresión
en la cara.
La virtuosidad con que tocaba el chico era asombrosa. Una
enorme cantidad de gente se había congregado, y cuando terminó recibió una
ovación maciza.
Y cuando bajamos las escaleras y estábamos en la plataforma
esperando el tren, en un banco con lugar para cuatro personas, vi sentadas a las tres santas de la Edad Media. Estaban iguales de blancas y
eran iguales de misteriosas e incitantes, salvo que llevaban el cabello y la
ropa de hoy, las tres de negro, y sus expresiones eran menos duras. Se hablaban
en voz baja y sonreían.
Mi padre me vio paralizado, como si ahora que ellas estaban vivas yo me hubiese transformado en piedra.
— ¿Qué? —me preguntó, y recordé que él no había visto los bultos.
— ¿Qué? —me preguntó, y recordé que él no había visto los bultos.
— Nada —le dije. Quiso que siguiéramos caminando, pero yo no podía
apartarme de las mujeres.
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