En algún lugar de este mundo vive un filósofo excepcional,
una chica que se llama Florie Rotondo.
El otro día, en una revista que recopila redacciones de
colegiales, di con una de sus reflexiones. Decía así: Si pudiese hacer lo que quisiera, me iría al centro de la Tierra,
nuestro planeta, y buscaría uranio, rubíes y oro. Intentaría encontrar
Monstruos Perfectos. Después me iría a vivir al campo. Florie Rotondo, ocho
años.
De Plegarias atendidas, de Truman Capote
En las profundidades del África Ecuatorial el explorador
francés Marcel Pretre, cazador y hombre de mundo, se encontró con una tribu de
pigmeos de una pequeñez sorprendente. Más sorprendido, sin embargo, quedó al
ser informado de que existía un pueblo aún más pequeño, más allá de la selva y
las distancias. Entonces, más se metió.
“En el Congo Central descubrió a los verdaderos pigmeos más
pequeños del mundo. Y —como una caja dentro de una caja, dentro de una caja—
entre los pigmeos más pequeños del mundo, estaba el más pequeño de los pigmeos
más pequeños del mundo, quizás obedeciendo a la necesidad que a veces tiene la
Naturaleza de excederse a sí misma.
Entre los mosquitos y los árboles tiernos de humedad, entre
las nutridas hojas del verde más perezoso, Marcel Pretre se vio ante una mujer
de cuarenta y cinco centímetros, madura, negra, callada. (…) Estaba embarazada.
(…) Sintiendo la necesidad inmediata del orden, y de dar un nombre a lo que
existe, la llamó Pequeña Flor.
(…)
Su raza está siendo prácticamente exterminada. Quedan pocos
ejemplares humanos de esa especie que, si no fuese por el astuto peligro de
África, sería un pueblo propagado. Además de las enfermedades, las aguas de
aliento infestado, la comida deficiente y las fieras que acechan, el gran
riesgo para los escasos likoualas radica en los salvajes bantúes, amenaza que
los rodea en un aire silencioso como en la madrugada de una batalla. Los
bantúes los cazan con redes, de la misma manera que hacen con los monos.
(…)
Estaba riendo, caliente, caliente. Pequeña Flor estaba
gozando de la vida. La propia cosa rara estaba teniendo la inefable sensación
de aún no haber sido devorada. No haber sido devorada era algo que, en otros
momentos, le daba el ágil impulso de saltar de rama en rama. Pero en este
momento de tranquilidad, entre las espesas hojas del Congo Central, ella no
estaba aplicando ese impulso en una acción —todo el impulso se concentraba en
la propia pequeñez de la propia cosa rara. Y entonces ella reía. Era una risa
que solamente quien no habla es capaz de reír. A esa risa el constreñido
explorador no consiguió clasificar. Y ella siguió disfrutando su propia risa
suave, ella que no estaba siendo devorada. No ser devorado es el sentimiento
más perfecto. No ser devorado es el objetivo secreto de toda una vida. Mientras
no estuviera siendo devorada, su risa bestial era tan delicada como es delicada
la alegría. El explorador estaba turbado.
De La mujer más pequeña del mundo, de Clarice Lispector
Y aquella inmovilidad de vida no se parecía de ninguna
manera a la tranquilidad. Era la inmovilidad de una fuerza implacable que
envolvía una intención inescrutable. Y lo miraba a uno con aire vengativo.
Después llegué a acostumbrarme. Y al acostumbrarme dejé de verla (...)
Al quedarse solo en la selva, había mirado a su interior, y
¡cielos!, puedo afirmarlo, había enloquecido.
De El corazón de las Tinieblas, Joseph Conrad
Cuando el niño era niño
lanzó un palo como una lanza contra el árbol,
y hoy vibra así todavía.
Peter Handke
Estar frente a alguien que apenas conocía, y en su casa, me
hizo sentir que no tenía a nadie en el mundo.
Por más jovial que fuera la convivencia entre la niña y la
anciana, fui consciente bastante pronto, aunque nadie me lo hubiera explicado,
de que un silencio escalofriante que se respiraba en los rincones iba
llenándolo todo, y de que había un vacío que no se podía llenar.
— Sé fuerte.
— Lo intentaré -respondí, y diciéndonos adiós con la mano
nos separamos. Y este sentimiento, sin cambiar, irá hacia un lugar lejano que
no tiene fin y desaparecerá.
De Kitchen, de Banana Yoshimoto
Pensé regresar. Sentí allá arriba la huella por donde había
venido, como una herida abierta entre la negrura de los cerros.
Le pareció oír rechinar la puerta, como cuando alguien
entraba o salía. Y después sólo la lluvia, intermitente, fría, rodando sobre
las hojas de los plátanos, hirviendo en su propio hervor.
Pedro Páramo miró cómo los hombres se iban. Sintió desfilar
frente a él el trote de caballos oscuros, confundidos con la noche. El sudor y
el polvo; el temblor de la tierra. Cuando vio los cocuyos cruzando otra vez sus
luces, se dio cuenta de que todos los hombres se habían ido. Quedaba él, solo,
como un tronco duro comenzando a desgajarse por dentro.
De Pedro Páramo, de Juan Rulfo
ORESTES
¡Raza vencida de la tierra:
reconoce a tu domador!
¡Tú que temblabas, gusanera aplastada,
bajo los Siete Días orientales
de la Creación!
Tú que apenas usabas como alma
un escozor de pánico,
y que desfallecías, heredera
de todos los pavores animales;
devuelta con arrobamiento al fango
lodacero que criabas raíces
para enredar los talones bailátiles
de los hijos de Prometeo:
¿Qué me acusas, ojos de arcilla?
Frentes hacia abajo, ¡qué sabéis
de levantar con piedras y palabras
un sueño que reviente los ojos de los dioses,
otra simiente de naturaleza,
hija pura y radiosa del humano deseo,
oro de eternidad, diamante pleno
labrado en los martillos
impecables del corazón!
He aquí que te encuentro muerta y viva,
sacrificada y sacrificadora.
IFIGENIA
¿A qué viniste, di?
¿Para que siga hirviendo en mis entrañas
la culpa de Micenas, y mi leche
críe dragones y amamante incestos;
y salgan maldiciones de mi techo
resecando los campos de labranza,
y a mi paso la peste se difunda,
mueran los toros y se esconda la luna?
¿En busca mía, para que conciba
nuevos horrores mi carne enemiga?
¿Para que aborten las madres a mi paso,
y para que, al olor de la nieta de Tántalo,
los frutos y las aguas huyan de mi contagio?
Huiré de mí propia,
como yegua acosada que salta de su sombra.
De Ifigenia cruel, de Alfonso Reyes
El niño había terminado de escribir y leía en voz alta: cómo
me imagino una vida mejor. Me gustaría que no hiciera frío ni calor. Que
siempre sople un viento tibio; de vez en cuando una tormenta por la que la
gente tiene que acurrucarse. Los coches desaparecen. Las casas serían rojas.
Los arbustos serían oro. La gente lo sabría todo y no necesitaría aprender nada
más. Se viviría en islas. En las calles los coches están abiertos y se puede
entrar cuando se está cansado. Ya no se está cansado. Los coches no son de
nadie. Por la noche, la gente no se va nunca a la cama. La gente se duerme allí
mismo, donde está. No llueve nunca. De todos los amigos hay siempre cuatro y la
gente que uno no conoce desaparece. Todo lo que uno no conoce desaparece.
De La mujer zurda, de Peter Handke
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