Una vez vivía al lado de mi departamento la señora Arbetman.
Era muy, muy viejecita, estaba encorvada hasta muy bajito, como un signo de
interrogación un poco achatado. No tenía muy buena onda, era más bien parca.
Nos saludábamos muy escuetamente cuando nos cruzábamos, cada tanto. Yo tengo la
costumbre de que si una música me gusta, me entusiasma, siento al fin que
vuelo, y la pongo al volumen que esa música y mi sentimiento piden, que en
general no es un volumen bajo. A veces algunos vecinos me habían pedido si
podía escuchar la música más bajo y yo me sentía culpable, pero cuando aparecía
un tema muy bueno no podía reprimirme. Quien más afectada debía estar por mi
música debía ser la señora Arbetman, quien sin embargo nunca me dijo nada.
Hasta que un día tomamos el ascensor juntos y entonces lo largó.
—
A usted le gusta la música, ¿no?
—
Sí, alguna música me gusta mucho. Le pido
disculpas si la molesto...
—
No, no,
para nada. Yo disfruto mucho de su música. Me gusta que cante.
Habíamos compartido durante años a Philip Glass, Beatles, Bruce Springsteen, David Byrne, Bowie y Jaime Roos. Con nadie había tenido tanta intimidad.
una capa, la Arbetman!
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