jueves, 7 de noviembre de 2019

Algo con una borla roja

Las personas de alma pequeña (me apena decir pusilánimes) sentimos un especial alivio al confesar.
Pues voy a confesar en estas líneas, en intimidad sólo a mis amigos, que pertenezco al conjunto de personas que compite por el reconocimiento de China, el Viejo Imperio Renaciente.
Late en mí la codicia de que la Embajada de China o cualquier oficina de la infinitamente vasta burocracia del Estado chino, ni qué decir un área importante del Gobierno chino, me invite.
Que me invite a cualquier cosa, no importa qué. Lo importante es que llegue la invitación, que tenga el sello y que tenga mi nombre.
Segundo. Mi felicidad está en la gatera y estalla si una agencia de noticias china, o una radio, ni qué decir la televisión, me llegan a mencionar.
Si me entrevistan y mis declaraciones aparecen en una nota, salgo a correr por la calle, gritando y riéndome.
Tercero. Me carcome el ansia por publicar cualquier artículo mío en una publicación china. No me interesa tratar un tema, ni me interesa el intercambio que se generará a partir de un aporte mío; no me interesa aportar, ni siquiera me interesa que me lean: me interesa publicar. Que mi nombre esté en una revista o un libro publicado en China. Qué esté en el índice.
Si está en la tapa, bailo de dicha.
Y si llegaran a traducir o publicar en China un libro mío, soy Marlon Brando.
Cuarto. Cada dos o tres días abro la puerta de mi placard y observo mi traje. Me quedo mirándolo, y ustedes deben saber que eso es como un rito propiciatorio: mi deseo intenso es que me llamen para formar parte de un panel sobre China, para dar una charla o, dioses acudan a mí, una conferencia. Tampoco me importa el tema, ni me importa que diré lo mismo que ya dije tres mil veces. Lo importante es que seré yo, y no otro, el elegido.
Y si me llegan a pedir un curso, bueno, disculpen, ya no hablaré con nadie que esté por debajo de mí. Desde ya les digo, no pretendan ustedes que yo los reconozca.
Quinto. Como quien aguarda el resultado de un examen que le dirá si vivirá o morirá pronto, espero el día en que cualquier entidad de China, una empresa de deliveries, un asociación de una ciudad perdida en el oeste, me comunique que me ha nombrado miembro. Miembro de cualquier cosa, no tiene importancia, pero que sea miembro.
Sexto. El paraíso, el Cielo, Dios, es que me inviten a un viaje a China. No sé si ustedes pueden comprender la importancia descomunal que tiene eso. Nada se compara a que te inviten a un viaje, que es carísimo, y encima a veces te invitan el hotel. 
Tener la oportunidad de declinar una invitación con un "perdón, no puedo, estaré en China", se parece demasiado a un orgasmo cósmico.
Y cuando estás en el aeropuerto sos como un diplomático, como una persona de Estado, sos lo más. 
Ni te digo si a alguien que conocés y un día te refregó que dio una conferencia, no lo invitan y a vos sí. Es mucho más que toda la felicidad que soñé en toda mi vida.
Y finalmente, está la remota, quimérica posibilidad de que te den un premio. Eso ya no lo puedo ni imaginar, ni concebir. Y tampoco lo podría disfrutar, porque si un día China me da un premio, en el momento de enterarme, me da un síncope y quedo frito ahí mismo.

Bien, esto que siento no le pasa a nadie más que a mí.
El resto de quienes están en esta carrera están por motivos profesionales. Cualquiera de estos reconocimientos no es para ellos otra cosa que puntos en su carrera profesional, de sinólogo, economista, especialista en temas internacionales, etc.
Yo, en cambio, estoy completamente carcomido por la egolatría y la miserabilidad.
Quedan advertidos mis competidores que haré cualquier cosa por ganarles de mano cualquier cosa que ofrezca China, un prendrive, un coso con una borla roja, un lindo llavero con unas letras chinas que dicen algo, no sé qué, tal vez una frase de Confucio, o de Mao.




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