Mi tía Irma no era maternal en el sentido de la mamá
del monumento a la Madre en el Día de la Madre, buena, con niños, esposa
abnegada, toda esa perversión.
Mi tía Irma era maternal en lo derecha que era.
Cuando se iba a dormir, pensaba en algunas personas
que estaban enfermas o desdichadas.
Tenía un sentido fuerte de la desdicha porque era
enfermera del hospital de San Nicolás, adonde iban a parar los apuñalados en
una pelea, los niños de tres años que se tiraron una sartén de aceite hirviendo
encima, las viejas que se habían quebrado la cadera bombeando agua, la mujer a
la que el marido le había partido cuatro costillas a trompadas.
En ellos pensaba mi tía. Y también en personas
queridas, que no la pasaban tan mal, pero que eran cercanas. En una tía que
había enviudado hacía poco, en una sobrina que le daba demasiado trabajo a sus
padres, en una amiga que se había enamorado de un hombre casado.
Revisaba la situación de cada uno, sopesaba
alternativas para una solución, le pedía a Dios que ayudara a esta o aquella
persona.
Al día siguiente, si se le había ocurrido algo que
ella pudiera hacer, lo hacía.
Así era como le deseaba el bien a otras personas.
Yo tuve la suerte de que una parte de mí estaba
dentro de esa tía.
Soy plenamente consciente de que mi vida ha marchado
bien porque esa tía me deseó que me fuera bien.
En once días empezará un nuevo gobierno.
Yo estoy a favor de éstos que ganaron, porque su idea
de sociedad puede permitir la solidaridad más que el gobierno que está
terminando, que favorece más el bienestar de cada uno sin pensar que ese
bienestar sólo puede ser completo si otros también están bien, especialmente
las personas queridas.
Mi tía Irma era enfermera, había hecho un juramento
con el que estaba enteramente comprometida y deseaba que la gente estuviera
bien.
No hace falta mucho más que eso.
Y quiero decirles, hoy que mi tía Irma está muerta
hace muchos años, que eso solo es una revolución.
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