domingo, 24 de noviembre de 2019

La tienda de los aparatos

En el barrio de Kadiköy, Estambul, hay una calle de antigüedades, que tiene varios locales dedicados a aparatos mecánicos. Rompenueces, trampas para grillos, balanzas, termómetros, juguetes voladores, muchas máquinas de cocina -desplumadoras de gallinas, evisceradoras de pescados, aparatos para sacarle aceite a las almendras o para convertir en flores las zanahorias, los zucchini y las manzanas, o las cáscaras de frutas en cajitas, o para hacer turrones con dibujos interiores-, metrónomos, máquinas para fabricar zapatos, para desenmarañar redes de pesca, veladores de aceite para crear seres de luz.
Me detuve en una tienda que parecía especializada en autómatas. Abundaban las luciérnagas, los escorpiones y conejos, de pocos y simples movimientos y luego los había de mayor tamaño y de comportamiento más complejo, como un zorro que jugaba al ajedrez y una cabra que caminaba sobre una cuerda. Algunas asustaban: una tortuga lo seguía a uno con la cabeza y con los ojos y si uno pasaba cerca de una mantis religiosa del tamaño de una gallina, ella empezaba a seguirlo de lejos. Había, claro, autómatas humanos, unos más toscos, otros inquietantes. Uno tenía entre los dedos una chapita con una inscripción ilegible. Y había también una pequeña serie de autómatas de seres imaginarios, seres concebidos sólo para fabricar el autómata.
Lo que resultaba más fascinante eran los aparatos misteriosos. Aparatos que, cada uno es un género en sí mismo. Muchos de ellos tienen funciones tan misteriosas que los vendedores no saben dar cuenta de ellas. El visitante llega a dudar de que sirvan realmente para algo.
Uno de esos aparatos extraños es un medidor de distancia entre las personas.
Por supuesto, no mide la distancia en longitud física, o en diferencia de temperatura, o de hercios de la actividad cerebral. Es harto más complicado. Tiene en cuenta esas distancias o diferencias, pero también muchos otros factores que hacen a la confianza que hay entre dos o varias personas, incluso la que una persona tiene con sí misma.
El modo en que este aparato expresa la distancia entre las personas no carece de cierto lirismo lúdico. "Dos señoras que se han encontrado tendiendo la ropa y conversan", "enamorados en el momento en que desesperan por estar juntos", "médico que escucha los dolores que enumera un anciano pensando en otra cosa", "niño con su perro, aún no habiendo tomado consciencia de que pertenecen a razas diferentes", "soldados que se acobardan juntos en una batalla de pronóstico muy malo", "primos que recién se conocen y observan el cielo de la noche en silencio",  "madre que acompaña a su hija en el primer parto", y así.
"¿Para qué sirve este aparato?", le pregunté al vendedor.
"Para saber", me dijo seco, habiendo comprendido con sagacidad que yo no tenía dinero para comprarlo.
"¿Y para qué sirve saber?", volví a preguntarle.
Entonces me miró a los ojos, evaluando si valía la pena meterse en el tema sólo porque le gustaba hacerlo.
"El sentimiento es importante, ¿no?"
Asentí.
"También es importante ser práctico. Este aparato puede medir la distancia absoluta que hay entre las personas, pero también mide la distancia relativa. Vos podés sentir a una persona muy cerca de vos, pero si se mide desde ella, resulta que la distancia es muy grande. O al revés", especuló, con una dosis de pensamiento cientificista.
"Es importante que las personas no se engañen en cuanto a la distancia que tienen con las otras", continuó. "Es muy práctico saber a qué distancia estás realmente de alguien. Para los negocios, para saber con quién podés contar realmente, y aún para la relación sentimental".
"¿Podemos medir la distancia que hay entre usted y yo?", le pedí.
"Cuando te expliqué para qué sirve el aparato, estábamos muy cerca, pero no vas a comprar. Cuando tengas dinero, volvé y la probamos", me despachó.
En el camino a la salida, me detuvieron los maravillosos relojes. Relojes de arena de todas las formas imaginables, relojes que reproducen aquella calle de Kadiköy, iluminada según la hora, para que quien compre uno tenga, a la vez de un reloj, un recuerdo de haber estado allí; relojes de agua que cantan, relojes que van marcando la hora con brillos diferentes, relojes que son maquetas gigantes que representan mundos en los que suceden muchas cosas al mismo tiempo -uno sabe que son las dos y media de la tarde porque un gato salta de un techo a otro, las diez de la mañana cuando un autobús se detiene ante la luz verde de un semáforo y un motociclista que iba detrás insulta al chofer, que son las once de la noche porque una enfermera se tropieza a la salida del hospital, y así.


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