Ed. Salamandra, febrero de 2010
“Yo únicamente sabía que aquel proceso facilitaría mi boda
y, por lo tanto, me ayudaría a alcanzar el máximo logro de toda mujer: un
hijo”. (p. 35)
“El tamaño de mis pies determinaría mis posibilidades de contraer
un buen matrimonio. Mis diminutos pies serían ofrecidos a mis futuros suegros
como prueba de mi disciplina personal u de mi capacidad para soportar los
dolores del parto y cualquier desgracia que pudiera sobrevenirme. Mis diminutos
pies demostrarían a todo el mundo la obediencia que guardaba a mi familia
natal, y sobre todo a mi madre, lo cual también causaría una buena impresión en
mi futura suegra. Los zapatos que bordaba simbolizarían para mis futuros
suegros mi habilidad para la costura y, por extensión, para el resto de las
tareas domésticas. Y aunque en aquella época yo no lo sabía, mis pies serían
algo que fascinaría a mi esposo durante los momentos más íntimos y privados
entre un hombre y una mujer. Su deseo de verlos y tenerlos en las manos no
dismin uyó nunca en los años que vivimos juntos, ni siquiera después de que yo
hubiera parido cinco hijos, ni siquiera después de que el resto de mi cuerpo
hubiera dejado de ser un estímulo para el trato carnal.” (pp. 46-47)
“Se espera que las mujeres amen a sus hijos tan pronto éstos
salen de su vientre, pero ¿qué madre no se ha sentido decepcionada al ver por
primera vez a su hija o no ha experimentado la oscura melancolía que se apodera
de la mente, incluso sosteniendo en brazos a un valioso varón, si éste no hace
otra cosa que llorar y su suegra la mira como si tuviera la leche agria? Puede
que amemos a nuestros hijos de todo corazón, pero debemos enseñarles a soportar
el dolor. Amamos a nuestros hijos más que a nada, pero nunca podremos formar
parte de su mundo, el reino exterior de los hombres. Se espera que amemos a
nuestro esposo desde el día del rito de la Elección de Pretendiente, aunque no
vayamos a ver su rostro hasta pasados seis años. Nos enseñan a amar a nuestra
familia política, pero, cuando entramos en ella, somos unas extrañas sin más
privilegios que los criados. Nos ordenan que amemos y honremos a los
antepasados de nuestros esposos, y nosotras cumplimos con nuestras
obligaciones, aunque en el fondo estemos agradecidas a los antepasados de
nuestra familia natal. Amamos a nuestros padres porque cuidan de nosotras, pero
ellos nos consideran ramas inútiles del árbol familiar. Consumimos los recursos
de nuestra familia. Una familia nos cría para entregarnos a otra familia. Pese
a ser felices en el seno de nuestra familia natal, todas sabemos que la
separación es inevitable. Así pues, la amamos, pero sabemos que ese amor
terminará con una triste separación. Todas estas clases de amor surgen del
deber, el respeto y la gratitud, y las mujeres de mi condado saben que son
fuente de tristeza, desazón y crueldad.” (pp. 79-80)
“ —Soy fea y no muy inteligente, pero siempre he procurado
tener buen humor. He amado a mi esposo y él me ha amado a mí. Somos un par de
patos mandarines feos y no muy inteligentes. Lo hemos pasado muy bien en la
cama, Espero que tú también lo pases bien.” (p. 99)
“ —Tengo treinta y ocho años —dijo mi tía, no con pena sino
con resignación—. La suerte no me ha acompañado. Tengo una buena familia, pero
mis pies y mi cara marcaron mi destino. Cualquier mujer, aunque no sea muy
inteligente ni muy hermosa, puede encontrar esposo, porque hasta los hombres
más tarados pueden engendrar un hijo. Ellos sólo necesitan un recipiente. Mi
padre me casó con la mejor familia que encontró dispuesta a acogerme. ¿Crees
que no lloré entonces como tú lloras ahora? Pero el destino aún fue más cruel
conmigo. No concebí ningún hijo varón. Me convertí en una carga para mis
suegros. Ojalá tuviera un hijo varón y una vida feliz. Me gustaría que mi hija
no se casara, porque así la tendría a ella para aliviar mis penas. Pero la vida
de las mujeres es así. No puedes escapar de tu destino. Estás predestinada.”
(pp. 101-102)
“Me lamí el dedo y contemplé su piel blanca. Cuando le
acaricié el vientre por encima del ombligo con el dedo húmedo, noté cómo ella
inspiraba. Sus pechos ascendieron, su estómago se hundió y se le puso carne de
gallina.
“ —Yo —dijo. Había acertado. Escribí el siguiente carácter
debajo de su ombligo—. Creer —dijo. Entonces la imité y escribí junto al hueso
derecho de su cadera—. Ligera. —A continuación junto al hueso izquierdo—:
Nieve”. (p. 108)
(…)
“Después recitamos juntas el poema entero:
“La luz de la luna
ilumina mi cama
“Yo creo que es la
ligera nevada de una mañana de principios
“de invierno.
Miro hacia arriba y
contemplo la luna llena en el cielo nocturno.
Me inclino. Echo de
menos mi hogar.
Como es bien sabido, el poema habla de un funcionario que
siente nostalgia de su hogar, pero aquella noche, y siempre a partir de
entonces, yo creí que hablaba de nosotras. Flor de Nieve era mi hogar, y yo el
suyo.” (p. 110)
“Con todo, esa tela de algodón no era nada comparada con las
sedas que me mandaron más tarde, de excelente calidad y perfectamente teñidas.
Rojo para la boda, pero también para los aniversarios, las celebraciones de Año
Nuevo y otras fiestas. Morado y verde, apropiados para una joven esposa. Un
gris azulado como el cielo antes de una tormenta y un verde azulado como el
estanque del pueblo en verano, para mis años de madurez y, por último, de
viudedad” (p. 112)
“En mis años de hija, cuando todavía me dejaban jugar en la
calle, había visto muchos animales aparearse. Sabía que tendría que hacer algo
parecido, pero no entendía cómo iba a pasar ni qué se esperaba de mí, y Flor de
Nieve, que generalmente sabía mucho más que yo, no podía ayudarme. Ambas
esperábamos que nuestras madres, hermanas mayores, mi tía o incluso la
casamentera, nos explicaran cómo realizar aquella tarea, igual que nos habían
enseñado a hacer tantas cosas.” (p. 130)
“Y en nuestro dialecto local la palabra «esposa» se
pronuncia igual que «huésped».” (p. 138)
“Comprendí que no se refería al trato carnal con mi esposo,
sino a eso. Flor de Nieve era mi alma general para toda la vida. Yo le
profesaba un amor mayor y más profundo que el que jamás sentiría por mi esposo.
Ése era el verdadero significado de la relación de dos laotong.” (p. 147)
“Esa noche, en la posada, después de ponernos las camisas de
dormir, Flor de Nieve y yo nos tumbamos en la cama, cara a cara. (…) Flor de
Nieve me puso las manos en el vientre. Yo puse las mías sobre el suyo. Estaba
acostumbrada a notar las patadas de mi hijo contra mi piel, sobre todo por la
noche. Ahora sentí cómo el bebé de Flor de Nieve se movía dentro de ella. No
habríamos podido estar más cerca la una de la otra.
“— Me alegro de estar contigo —dijo, y pasó un dedo por el
sitio donde mi bebé empujaba con un codo o con una rodilla.
“— Yo también me alegro.
“— Siento a tu hijo. Es fuerte como su madre.
“Sus palabras me hicieron sentir llena de orgullo y de vida.
Su dedo se detuvo, y una vez más posó sus tibias manos sobre mi vientre.
“— Lo querré tanto como te quiero a ti —agregó. Entonces,
como solía hacer desde que éramos niñas, me puso una mano en la mejilla y la
dejó descansar allí hasta que ambas nos quedamos dormidas.
“Faltaban dos semanas para que yo cumpliera veinte años, mi
hijo no tardaría en nacer y la vida real estaba a punto de empezar.” (pp.
180-181)
“«Cuando seas niña, obedece a tu padre; cuando seas esposa,
obedece a tu esposo; cuando seas viuda, obedece a tu hijo.»” (p. 195)
“Era un niñito muy gracioso y nos divertía observarlo cuando
ayudaba a su padre. Parecían dos cerdos: husmeaban, hurgaban, se frotaban el
uno contra el otro; iban manchados de barro y mugre y se deleitaban con su
mutua compañía.” (p. 253)
“Esa noche, el carnicero no la golpeó. Quería tener trato
carnal con su esposa, y lo tuvo. Luego ella vino a mi lado de la hoguera, se
deslizó bajo la colcha, se acurrucó junto a mí y apoyó la palma de la mano
sobre mi mejilla. Estaba cansada después de tantas noches sin dormir, y noté
cómo su cuerpo se relajaba rápidamente. Poco antes de quedarse dormida me
susurró:
“— Él me quiere, a su manera. Ahora todo irá mejor. Ya lo
verás. Mi esposo ha cambiado.” (p. 261)
“— Lo peor que puede hacer una mujer es abandonar a su
esposo —repuso—. Ya lo sabes.
En efecto, lo sabía. Era una ofensa por la que el esposo
podía castigar a la mujer con la muerte.” (p. 268)
“Empecé a reaccionar no como la niña pequeña que se había
enamorado de Flor de Nieve, sino como la señora Lu, la mujer que creía que las
reglas y convenciones podían proporcionar la paz mental. Me resultaba más fácil
empezar a enumerar los defectos de Flor de Nieve que enfrentarme a las
emociones que estaban surgiendo en mi interior.” (p. 272)