La odiaba porque no
me dejaba comer ajo. Me humillaba cada vez que percibía en mí el más leve
aliento a ajo. Si llegaba de ver un partido con los muchachos y habíamos comida
pizza, la muy perra olía el mínimo ajo que le habían puesto a la pizza y me
mandaba a dormir a otro cuarto. Y le contaba a otras personas, me hacía sentir
un bruto, un guarango, un grosero. Y ahora que, por esas cosas, ya no estamos
juntos, le pongo ajo a todo, como ajo crudo, eructo ajo, dejo que mi barba se
embardune de ajo y ando así todo el día, con olor a ajo hasta en la camisa;
ahora odio no tener alguien que me rechace porque huelo a ajo.
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