En los días que llegué
a Buenos Aires para estudiar, una noche me enamoré de una chica iba en el
colectivo.
Era divina.
Le quería decir lo
que me pasaba porque nunca más la vería, pero era obvio que me iba a rebotar,
encima delante de la gente que iba en el colectivo, que por un lado hacen como
que cada uno va en la suya, porque nadie eligió estar con la gente que estaba
allí, pero que como nadie tiene nada que hacer, y además todos bastante
chusmos, si alguien hace algo todos le prestan mucha atención, con bastante
predisposición a la reprobación o a la burla.
Si la chica me
desairaba ante ese público, nunca me recuperaría del bochorno.
Entonces le
escribí una carta de amor —entre Barrancas de Belgrano y Santa y Fe y Canning.
Era una carta
buenísima, escrita desespradamemnte, con el corazón en la boca, acongojado por lo
mucho que me gustaba y lo absolutamente imposible que sería volver a verla, con
esa sensación de que algo mágico se posó en tu mano y luego se escapa sin que
puedas retenerlo.
Una carta escrita
a alguien que estaba mirando, y no a cualquiera, sino a un hada, a una criatura
perfecta. Escribía “vos”, “vos”, “vos” y ella estaba ahí, a un metro y medio.
Una carta que
seguramente ella arrojaría a la basura sin leer, o habiéndola leído; la tiraría
y la olvidaría en el instante, ni siquiera la guardaría.
Pero ¿y si no? ¿Si
le sucediera algo?
¿Si mi corazón
tan intenso como el de un dios en medio de la batalla llegara a tocar su
interés y ella sintiera una pequeña curiosidad, el dejo de un gusto que le
hiciera sonreir?
¿Y si aquella carta,
valerosa, honesta y vívida, era el principìo de una aventura gloriosa?
Cuando la terminé
hice un movimiento para levantarme y dársela. Pero entonces noté que tres
personas me observaban de reojo. Me detuve en seco: la chica podría desairarme
de la misma forma que lo haría si le hablaba.
Eso me puso en
jaque. Era consciente de que la sangre había concurrido en masa a mi rostro. Me
quedé un rato mirando para afuera por la ventanilla, como si el paísaje me
interesara.
Mi angustia era un
cangrejo cruel. Miles de cangrejos.
Pensé en una
solución: le escribí nerviosamente mi dirección y mi teléfono. Claro que sabía que
si era difícil que la chica hiciera algo diferente a arrojar la carta a la
basura, mucho más difícil era que me mandara una carta o me llamara, pero ¿qué
otra cosa podía hacer?
Mi desasosiego era
absoluto. Sólo podía esperar a que se bajara y entonces darle raudamente la
carta, o arrojársela al regazo cuando me bajara yo.
Claro que podía
hacer un millón de otras cosas. Podía bajarme con ella. Podía darle la carta y
pasar vergüenza. Podía hablarle y hacer el ridículo.
A lo mejor lo que
me gustaba era la electricidad insoportable de aquel momento.
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