La puerta se conmueve con unos golpes que alguien descarga sin piedad.
El interior de la casa se trastorna. El gato, los perros se
ponen en guardia. Se hace un silencio que se llena y se sacude con el retumbar de
las explosiones contra la madera.
Quien está adentro siente urgencia por abrir, porque el
llamado es muy acuciante o porque intuye que está preñado de algo que desea, o porque
está ansioso y el llamado lo calmará, o porque siente que su misión en la vida
es atender.
Abre la puerta y hay un demonio.
Detrás del demonio hay varios más.
Los deja entrar.
Los demonios hablan, él los escucha y comienza a escribir lo
que cuentan.
Deja la puerta abierta, y van entrando más demonios, como se
escribir fuera un modo de convocarlos; como si los demonios de allá afuera se
dijeran “miren, aquel abrió la puerta, entremos”.
En un momento, el que escribe termina de escribir todos los
demonios que entraron. Sin embargo, tiene la sensación de que aún faltan.
Va a la puerta, se asoma y no ve más demonios.
Entra.
Deja la novela de los demonios en algún lugar.
Vuelve a salir, y otra vez, nada.
Deja pasar el tiempo. Cada tanto vuelve a salir y no ve demonios.
Algunos años después sale y ve, en una montaña lejanas, diminutos,
tres demonios que caminan lentamente en dirección a su casa .
En ese momento sabe que son los últimos tres.
Ahora sí, podrá terminar su historia.
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