El líquido fisiológico que llamamos sangre no determina la manera de hablar, ni de pensar, ni de sentir, ni siquiera la de jugar al fútbol. Pero usado como metáfora de impronta es increíblemente poderoso. Tengo sangre china. Fui dotado congénitamente de la condición china. Pero en la época en que era chico mi pensamiento no tuvo acceso a las ideas de François Cheng ni a las películas de Won Kar-wai.
En cambio desde temprano tuve afinidades sentidas,
íntimas, con Ingmar Bergman y con Kurt Vonnegut. Me resultan personas de mi
familia. En mí, no pertenecen al cine, la literatura, la cultura o cualquier
cosa que haya convertido a Bergman y a Vonnegut en estrellas.
Vonnegut observó con fundamento que, ante situaciones espantosas,
los chicos borran los recuerdos. Todos sabemos eso, pero Vonnegut lo dijo
contando cómo sus tres sobrinos no podían recordar la época que siguió a la
muerte de sus padres.
La madre de los niños enfermó de cáncer y cuando estaba en
el hospital en situación terminal, alguien le alcanzó el diario que habían
dejado en la mesa de luz del paciente que tenía al lado y allí leyó de un
accidente de auto, una de cuyas víctimas fatales era su esposo. Ella murió unos
días después.
Ante situaciones tan críticas como la de Vonnegut, Bergman
usaba la fantasía extrema. Una fantasía que rayaba lo psicótico, porque no era
propuesta al espectador como fantasía. En su obra no existían límites entre
realidad y fantasía. El hecho de que se tratara de un fenómeno cinematográfico
no distendía el impacto del asunto: la aparición de las fantasías sería la
misma aunque no formara parte de una película.
Siempre a los humanos se les aparecen fantasmas, los que, considerados
en un sentido muy amplio, podrían englobar las irrupciones fantásticas de
Bergman. Luego de una disrupción aparecen personas, hechos, causalidades que no
pertenecen a la realidad. Como si lo que sucediera fuera un resquebrajamiento de
la cáscara que protege a la realidad de las cosas de los otros mundos que están
del lado de afuera, y por las hendijas algo de esos mundos entrara en este.
Por supuesto, la escena tiene algo de espeluznante.
Bergman no lo soslaya en sus películas, pero qué pasa si uno, en lugar de
cerrar los ojos o huir despavorido, se aguanta el terror y se queda mirando,
plantado con coraje temerario o escondido cobardemente detrás de un mueble.
¿Qué vería?
Vería tal y cual cosa, pero más importante que lo que
vería sería la libertad que habría ganado. Una libertad parecida a la que es
consecuencia de no tener ya nada que perder. Ya se perdió lo que más se temía
perder, lo indemne de la realidad. La ilusión de que podemos estar seguros
porque las cosas son como sabemos, y por tanto son predecibles. Una vez que se perdió
ese refugio, en todas las direcciones hacia fuera y dentro de uno es caída
libre al infinito. Todo es posible y pavoroso, y somos libres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario