miércoles, 15 de marzo de 2023

Mariposa de Otoño, de Gustavo Ng - Capítulo 4 – Lo Yuao



CASA COMIGO


“Laqué, usté muy alimosa. Casa comigo.”

Así le proponía matrimonio Lo Yuao a mi tía Raquel. Él tenía 22 años, había llegado unos meses antes de Hong Kong con un contingente que instaló una fábrica textil y que ya había regresado a China. Quedaron en San Nicolás, que no había conocido hasta entonces chinos de verdad, tres muchachitos sueltos. Lo Yuao no tenía adónde volver.

Su padre había muerto antes de que él naciera, su mamá (una mamá adolescente) lo dejó al cuidado de su abuela y huyó.

La abuela había muerto de hambre durante la invasión japonesa. Y ahora, aquí estaba Lo Yuao, en un lugar disparatado del mundo, ofreciéndole su amor a otra adolescente.

Con el tiempo, también aprendería piano, se haría cantante, fotógrafo y, al fin, pintor.

 

 

 

UNA PARTIDA DE AJEDREZ CON LO YUAO

Hacía mucho que no jugaba una partida con Lo Yuao. Llevábamos casi trece años sin vernos y me aparecí sin avisarle una tarde de invierno helada, en su pequeño departamento porteño, abarrotado de cuadros, libros, fotos y pilas de antiguas cajitas polvorientas y ajadas. Por todas partes, como esos pastos que estallan en la tierra árida de las planicies de la Patagonia, grupos de lapiceras, pinceles y lápices se erizaban tiesos.

Lo Yuao había formado un laberinto en un lugar donde apenas cabían una cama, una mesa y una heladera. Era un laberinto que casi no dejaba espacio para moverse, pero hecho a la medida de su único habitante, un hombre diminuto. Muy viejo ya, parecía una hoja transparente con un mínimo de ser, que persiste unida a su rama cuando las demás ya fueron arrancadas por el viento. Esas que, de tan livianas, ni el aire ni la gravedad, notan su existencia.

Hablamos del frío. Él recordó que nunca hacía un clima tan cruel en el lugar donde nació. “Pareciera que va a nevar mañana”, me dijo, y comentó que había escuchado que hacía casi un siglo que no nevaba en Buenos Aires. Luego hablamos desaprensivamente de algunas cosas de nuestras vidas como si sólo nos hubieran sucedido eventos casuales. En realidad, nos estábamos diciendo que lo importante era estar vivos.

Sin embargo, yo me había mudado varias veces de país, me había casado, había tenido tres hijos, había logrado formar una buena biblioteca y la había perdido. Él asintió brevemente cuando le fui contando esos episodios, pero no hizo preguntas ni mostró excesivo interés, como si hubiese sabido desde muchos años antes cómo se desarrollaría mi vida.

La primera foto de mí cuando era chico, que mi madre le mostró a mi mujer, fue tomada por Lo Yuao.

Yo tenía cuatro años y él había puesto una casa de fotografía en San Nicolás. Fue su apuesta para independizarse de la fábrica y radicarse en el país definitivamente. Lo que marcó su dirección contraria a la de sus paisanos chinos, que volvieron a Hong Kong o emigraron a Estados Unidos.

Mi padre también se iría unos años después, cuando sus hijos estuviéramos lo suficientemente criados para él, aunque a medio criar según mi madre. Ahora habían pasado 36 años del día en que Lo Yuao me había sacado la foto. Lo Yuao fracasó con la casa de fotografía y se mudó a Buenos Aires, donde terminó al fin haciéndose un bohemio.

Fue pintor, aficionado a la música clásica y al tango, y un amigo estimado por el grupo con el que compartió años de charlas y cafés en un bar del barrio de Tribunales. Se mantuvo con los ingresos que obtenía como perito judicial, sacando fotos de firmas de malandras y estafadores.

Cada domingo iba al Club Argentino de Ajedrez, donde jugaba partidas en el tiempo imposible de los domingos a la tarde.

Había vuelto a hacerse solo en Argentina, después de que se hiciera solo en Hong Kong. Una vez le pedí que me contara su vida. Cuando aún era un bebé de pecho su padre, un padre de dieciocho años, murió, y su madre, menor aún, lo abandonó para que lo criara un tío. Antes de los diez años el pequeño Lo Yuao fue a refugiarse con su abuela por los maltratos de su tío. Viejo ya, me mostró en las piernas cicatrices de castigos despiadados de aquellos tiempos. La abuela murió pronto y Lo Yuao se presentó por las suyas en un orfanato que regenteaban los ingleses.

Cerca de su cama, en su departamento pequeño como un bote, había sobre una mesa y al lado del teléfono, la foto de la novia de Lo Yuao. Fue una novia que vivía en Hong Kong, a quien Lo Yuao mandó todos sus ahorros, pero ella desistió de venir. Luego de aquel episodio, muy lejano, ya no tuvo novia.

Cuando fui un joven que recién llegaba a Buenos Aires para estudiar en la universidad iba a visitarlo porque era un paisano de mi padre, más que un tío: un testigo silencioso de un pasado en común. Admiré con asombro sus cuadros y luego toda su vida, hasta escribir incluso su biografía.

Siempre jugábamos al ajedrez.

Yo había terminado por aprender que no tenía mayor trascendencia lo que podíamos decirnos con las palabras, y que si habríamos de entendernos, sería con el lenguaje desplegado en las partidas.

Nuestras partidas se asemejaban unas a otras, invariablemente. Lo Yuao se interesaba por la repetición en que caíamos, pero yo terminaba ofuscándome, ante lo cual parecía divertirse. Mis aperturas siempre eran impetuosas, con un ataque a la vez masivo y profundo, y luego él iba afirmándose en el control del juego con una defensa que simulaba ser frágil pero resultaba inquebrantable, porque la tejía lentamente con paciencia y tenacidad, y la aplicaba con una inteligencia pudorosa.

Y así era, otra vez, la partida que jugábamos en la tarde despiadadamente helada, luego de tantos años sin vernos.

En mi arremetida sentí la contundencia que yo había ganado en los años sin vernos, con experiencias en lugares remotos, pérdidas, la responsabilidad de la familia, las decisiones que debí tomar.

En un momento se me hizo patente que Lo Yuao no podría resistir; le había comido demasiadas piezas claves, había montado un esquema de ataque demasiado poderoso. Pero otra vez fue apareciendo, como desde el fondo de una vida, aquella resistencia de Lo Yuao. Poco vital, sin fuerza, con un ánimo casi imperceptible, pero con el último núcleo sólido forjado en un metal que no podía ser destruido por ninguna violencia.

Dije en voz alta “pero qué cosa, Lo Yuao, siempre lo mismo”, y él contestó con la sonrisa natural con que quitaba importancia a las cosas. Era agradable que todo siguiera igual entre nosotros. Todo estaba correctamente en su sitio.

Pero entonces Lo Yuao cometió un error imposible. Fue un movimiento tan ingenuo que me desconcertó, sobre todo porque no concebía que él no tuviera en mente como yo, que si hacía aquello le haría jaque mate en no más de cinco jugadas. Estuve un rato estudiando la situación, queriendo descubrir una estrategia o una trampa. Cuando finalmente acepté que se había equivocado (y todavía él no se daba cuenta), se lo advertí.

Lo Yuao abrió los ojos con sorpresa, miró con asombro el tablero y dijo “ay, sí”, y volvió la pieza atrás. Yo me sentí de golpe desamparado y, en ese momento, me sobrevino todo lo que había querido a Lo Yuao desde chico.

Tuve una necesidad compulsiva de abrazarlo, pero nos mantuvimos cada uno al borde de su banqueta, inclinados impasibles sobre el tablero, mirando las piezas.

Luego, naturalmente, me ganó la partida.

 

 

CHAT CON DANIELA

Yo: Hace unas semanas se me murió Lo Yuao.

Daniela: ¿El que vino con tu papá de Hong Kong?

Yo: Ese. Era lo que pude atrapar de mi papá.

Daniela: Te quedaste sin maestro de caligrafía.

Yo: Era muy pobre. No dejó herencia, pero me quedé con sus pinturas, los cuadros, libros... Mi departamento está atiborrado de todo eso. A veces me dan ganas de tirar todo. Después se me ocurre que tal vez a mis chicos se les despierte alguna vocación de arte, o por China, y quizás estas cosas les vengan bien.

Daniela: Me acuerdo de él. Jugaban al ajedrez.

Yo: Sí.

Daniela: ¿Tuvo funeral?

Yo: Sí. Llegué a la sala de velatorio... ¿así se le llama en tu país?

Daniela: Si, se llama así, también.

Yo: Llegué allí a medianoche. Había muerto pocas horas antes. No había nadie en los sillones, ni en la cocina, ni nadie en la sala donde estaba el cajón. Sólo estaba el cajón. Y adentro Lo Yuao, pequeñísimo, perdido entre los pliegues de una mortaja flaca. Era raro. A los velorios de la gente de mi familia argentina, van multitudes. Me senté y me quedé sin pensar mucho. No sabía qué hacer. Terminé quedándome toda la noche.

Daniela: Te imagino allí, solo... Claro que era extraño.

Yo: Todo fue raro. Al día siguiente los sauces, los paraísos, las palmeras y los palos borrachos estaban nevados. Nevó en Buenos Aires como si siempre nevara. Era irreal la nieve, tanto como que Lo Yuao hubiera muerto.

Daniela: ¿Y no llamaste a alguien?

Yo: Pasada la medianoche llegó Camilo con su mujer. Creo que a nadie más le enseñó caligrafía china, sólo a Camilo y a mí. Yo iba por el legado, o algo así, pero Camilo tiene una afinidad tremenda con la poesía china. Llegó a la noche y después volvió a la mañana, antes de ir a trabajar. Luego, recién al mediodía llegaron dos o tres chinos que yo no conocía.

Daniela: Debe haber sido extraño pero a la vez muy íntimo.

Yo: Sí, alguien en mí me preguntaba si no le tenía miedo al muerto o a la muerte. No toqué el cadáver porque me daba impresión, pero me sentí con la misma paz que tenía él, y lo acompañé toda la noche.

 

 

MUERTE DEL PINTOR LO YUAO

Ahora, tengo en mis manos la obra de Lo Yuao (Kowloon, 1933 - Buenos Aires, 2007), cantonés que quedó huérfano a los ocho años, padeció la atrocidad de la guerra en Kowloon, fue refugiado por misioneros ingleses y por un equívoco legendario, en su intención de buscar una vida mejor en los Estados Unidos, terminó en la Argentina. Escuchó que se reclutaban trabajadores para América del Sur, lo que interpretó como Sur de América, lugar que había conocido en la película Lo que el viento se llevó.

Llegó a San Nicolás, provincia de Buenos Aires, en 1954 con un contingente de chinos que tenían la misión de instalar y poner en funcionamiento la fábrica textil Estela. Terminado el contrato, los integrantes de la misión volvieron a su país o migraron a los Estados Unidos. Lo Yuao, en cambio, aceptó la traición que la traducción le había deparado como un sino y se quedó en el país del sur extremo, de hecho el más lejano de China. Pudo haber trabajado en la fábrica toda su vida, pero se marchó a Buenos Aires, donde fue cocinero en restaurantes chinos, puso un buffet y terminó dedicándose sólo a la fotografía. Mientras los peritos calígrafos le solventaron su modesta vida pagándole para que fotografiara firmas, se hizo artista y bohemio. La pintura ocuparía su vida hasta el final.

Lo Yuao debió compensar con paciente sabiduría e indeclinable sensatez la insustancialidad con la que lo habían lanzado al mundo sus padres adolescentes. Compensar le llevaría la mayor parte de su vida, pero aún tendría tiempo para ver cómo un pincel conducido por su mano dejaba un trazo de miles de años sobre un papel, o para recordar lo primero que vio de su nuevo país, un campo al amanecer, con el pasto verde cubierto de escarcha blanca, una bruma que velaba el horizonte y un caballo rojo inquieto, y el vapor que salía de su hocico. Desconocemos quiénes fueron sus maestros; apenas recordamos que mencionó haber concurrido a la Asociación Estímulo de las Bellas Artes. Con algunos compañeros hizo exposiciones marginales, algunas en casas de provincias. Recuerdo una especialmente, en el Bar Astral de la avenida Corrientes, ahora también extinguido.

En esos primeros tiempos Lo Yuao partió de cierto expresionismo, pero en algún momento abandonó la pintura occidental para entrar de lleno en la oriental. Dudamos que haya pintado en China porque pareciera que en Buenos Aires empezó de cero, pero podría haber sucedido que cuando era un diminuto huérfano en la guerra, los maestros que lo refugiaron lo hayan alentado a dibujar.

Sabemos que en Argentina tuvo un maestro que había llegado de Xi’An. Posiblemente adquirió de él la pureza de la técnica china de la pintura. No sabemos nada de ese maestro.

También los temas de muchos cuadros de Lo Yuao son chinos: los caballos, los tigres, las cañas de bambú, los paisajes de agua grande de río calmo, con botes antiguos y viejas montañas en el fondo. Sin embargo, el jugo nativo del Paraná subió por los vasos capilares de sus días y así como cantaba folklore mal pronunciado en el coro de la Asociación Cultural Rumbo de San Nicolás, en sus cuadros se colaban zapallos y bagres bigotudos.

Nutría esta convergencia la manía de Lo Yuao de dibujar todo. Todo lo que veía, todo lo que recordaba. En los últimos años, como era un hombre pobre, no podía comprar el papel de arroz necesario para el tipo de pintura que terminó haciendo. Artesano al fin, y argentino, encontró una solución de sobreviviente: comenzó a pintar en papel de cocina. Es que, repetimos, no podía estar sin pintar. Inauguró, de esta manera, algo así como un subgénero de pintura oriental, la pintura chinaargentina sobre papel de cocina.

Muchas veces con Camilo Sánchez nos sentamos en el departamento donde vivía el chino a mirar sus pinturas hasta sumergirnos completamente en el mundo del que emergen, un mundo perdido en un tiempo que nos resulta desconocido; delicado, solitario y sonriente.

En 2002 la televisión de Hong Kong hizo un documental sobre la vida de Lo Yuao. La joven china que escribió el guión cerró el programa con la siguiente escena:

Lo Yuao va solo en un antiguo y fastuoso coche del subte A, hermoso cofre de madera lustrosa. Mientras mira por la ventanilla como si pudiera ver otra cosa que no sea la oscuridad, se escucha el diálogo:

Entrevistador: Ahora que ya le quedan pocos años de vida, ¿no teme morir?

Lo Yuao: No. A veces me pregunto por qué no me surge ese temor natural.

(Silencio)

Entrevistador: ¿Qué piensa cuando se va a dormir?

Lo Yuao: Me acuesto y no pienso. Cierro los ojos y escucho los latidos de mi corazón, tu-túm tu-túm, tu-túm tu-túm, tu-túm tu-túm.

Entonces, el sonido pronunciado por Lo Yuao funde al sonido del carretear del viejo tren subterráneo.

Lo Yuao ya ha muerto, y sin embargo aún están vivos sus tigres, sus cañas de bambú temblando en la blancura, sus anchos ríos por los que navegan botes eternos, sus montañas patriarcales y sus bagres bigotudos del fondo del Paraná.

 

 

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