En Rio de Janeiro habitan a muchas personas un conjunto de
tipos fisonómicos. Wanderley se parece a Chico, a Zé Roberto, a Carlos. Dilma
se parece a Joao, a Letícia, a Pedro. Andrea se parece a Didí, a José, a María.
Unos ojos de un azul luminoso van con una piel aceitunada y cabellos
ensortijados tirando a rubios. Unos labios grandes van con un cabello
negrísimo, grande ojos separados en lo alto de la cara y una estructura
robusta. Una cara larga y flaca, con líneas rectas muy definidas, van con
grandes orejas y dientes de color marfil maduro. Algunas personas llevan el
sistema entero de un tipo fisonómico, la mayoría combina rasgos de diferentes
tipos, pero aún son fácilmente identificables.
Los busco cuando vuelvo a Rio. No puedo resistir
observarlos, es una de las miradas que no es posible reprimir. Luego,
inmediatamente, uno aparta la mirada, pero para entonces el impulso ya había
actuado y capturado para trastorno de la mente, una imagen, penetrante,
sobrecargada de un significado que quizás nunca desentrañaremos, destinada a
permanecer siempre en el presente entre nuestros recuerdos.
Así observo las fisonomías, en un instante salvaje, que me
conmueve y me asoma a un fugaz abismo. Y así observo también en Rio las
plantas, que se hinchan, se enredan entre sí, se reproducen, agazapándose para
invadirlo todo el momento en que no se las controle a tijeretazos de poda.
Observo las construcciones coloniales, señoriales junto a monos, frutas y
pájaros indomables del trópico siempre tibio, los contundentes aromas de comida
que salen de las ventanas para envolver al caminante, los detalles vivaces y
coloridos en todas partes —los frentes de las casas, las ropas, los graffittis,
las imágenes publicitarias, los automóviles, la decoración del interior de las
viviendas. Observo los pies de la gente, las veredas hechas con piedras blancas
y negras que dibujan ondas, las voces altisonantes, la música que se escucha a
cada paso saliendo de aquí y de allá como si la ciudad fuese en realidad un
laberinto cuyos vericuetos están marcados por focos de música.
Ando y me asalta el sentimiento de que nunca me fui. Residí
aquí entre 1990 y 1993. Vuelvo 20 años después, luego de haber vivido en
Bariloche y en Buenos Aires. Pasaron muchas cosas en esos 20 años, toda una
vida: trabajé en la televisión, acumulé una cantidad de viajes, fui pobre y
luego no tanto, hice los talleres para que los linyeras escribieran como si
fueran escritores, intenté amar, tuve amigos a quienes he querido desde el
fondo de mí, escribí mucho. Adopté como tío legendario a un viejo chino, hice
una revista y fui a visitar a mi padre allá lejos donde vive, todo para poder
alcanzarlo, como si quiera tocar la luna. Tuve y crié una hija, crié otros
hijos, tuve otra hija. Fueron muchas cosas, y sin embargo, al estar de nuevo en
Rio me veo sumergido en la sensación un poco alienante de que no hubo
interrupción en el presente del momento. Nada capaz de convertirse en pasado
puede vivir en un pliegue de este vívido ahora, este instante en que las plantas
crecen, se huele un aroma de pescado frito, unas voces fuertes entonan un samba
con un tambor y dos latas, los colores de las casas brillan y las garzas de la
selva vuelan lentamente, muy alto sobre el mar.
No hay conciliación entre este presente que impera
ignorándolo todo y aquel pasado indiscutible por irremediable. Mi mente empieza
a sospechar que esos veinte años fuera de Rio fueron producto de mi fantasía.
Es probable que yo haya tenido un accidente, me haya golpeado la cabeza y haya
vivido con amnesia. En esos veinte años fui otra persona en Rio, ciudad de la
que nunca salí. Alguien que se construyó sobre el sufrimiento de no saber quién
era. El que soy quedó latente imaginándose aquella vida en Bariloche y Buenos
Aires, y ahora ha recuperado la memoria y vuelve al Rio de 1993, creyendo que
todo aquello es realidad.
O quizás es más que eso. Podría ser que nunca abandonara
Nueva York, a los 15 años. Lo sentí claramente cuando regresé a los 38 años. No
encontraba modo de contradecir que en todo aquel tiempo yo siempre había
sentido el frío del invierno en Columbus avenue, al salir de una pizzería.
Y una vez descubierta, esta trampa diabólica no tiene fin.
Resulta obvio que jamás me fui de San Nicolás, del ancho río del color del
barro, las charlas con los amigos con el mate circulando, el cementerio en
donde está casi toda mi familia.
Rio de Janeiro (?), 2 de abril de 2013