En el edificio donde vivo hay una mujer con la cabellera
decididamente rubia y unos ojos negros opacos, como si no fueran humanos. Guarda
mucho odio adentro. No tiene más de 34 años. Nunca la vi sonreír ni saludar, ni mirar a nadie, sólo la
vi deambular guiada por esa oscuridad que le sale de los ojos.
Una vez hubo un corte de electricidad de muchos días. Para
arreglarlo, la distribuidora contrató a una empresa muy precaria, que mandó a
dos peones a que cavaran la vereda hasta los cables subterráneos. La mujer
increpó a uno de los peones, un chico de 18 años, con una violencia inmunda,
gritándole que por su culpa ella estaba viviendo como una desgraciada, insultándolo
“¡a ustedes no les importa la gente, son unos hijos de puta! ¡decime qué pasó,
decime por qué me cortan la luz, negro sorete!”, y así.
Cuando recién llegué a la puerta, encontré una mujer parada
y, sentada en la vereda, la de los ojos. Pensé que se había caído. Esto es
Once, las veredas siempre están muy sucias, nadie se sentaría en el piso. Sin
embargo, la mujer junto a ella tenía actitud de estar aguantando a la otra,
como si estuviera haciendo algo.
Y, efectivamente, estaba cavando en el cuadradito de tierra
alrededor de un arbolito. Todos los perros cagan ahí, y la gente escupe, tiran
los puchos. Cavaba allí un agujero, con una palita de plástico, de los que usan
los chicos en la playa.
Al lado tenía una caja de cartón. De adentro asomaban dos
patas de un perro lanudo negro.
Esto está sucediendo en este momento.
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