Debería ofrecerse un curso que nos prepare para morir con
dignidad.
En ese curso veríamos extensamente el tema del tamaño del
Universo y del tamaño del Tiempo para tomar conciencia de que es un milagro
portentoso que algo tan infinitesimal, tan descomunalmente despreciable como
nosotros, exista. Tanto que no deberíamos siquiera existir, de modo que la
muerte es una suerte de autocorrección del Cosmos.
* * *
Despedirse. No esperar al momento en que caímos al agua en
un mar infestado de tiburones o tan temido al anuncio del cáncer, sino empezar
hoy.
En el curso nos darían el ejercicio de confeccionar la lista
de todas las personas de las que nos queremos despedir, y en cada encuentro se
debería presentar una planilla en la que se muestra el registro creciente de
despedidas.
* * *
El buck list, por
supuesto, pero algo realista. Las películas no son la realidad, por Dios,
estamos hablando de algo serio.
En el curso deberíamos poder confeccionar un buck list sensato y realizable. Un deseo
cada tanto, por empezar, y nada de “un viaje a Nepal” y sí “ver por última vez
The Blues Brothers”; no tirarse en paracaídas y sí decirle a alguien: “de todas
las parejas que tuve, me quedo con vos”.
* * *
Pensar seriamente en lo pelotuda que es la maniobra que
estimamos tan intelectual que al asumirla nos sentimos con derecho a ponernos soberbios,
de creer que la muerte es el final.
Por favor.
Si aceptamos que no sabemos qué sucederá después de la
muerte, ¿de que nos sirve sentenciar: la nada? Si puede ser nada tanto como
algo, ¡elijamos algo! Eso se llama “un mínimo de sangre”. O sea, europeos
existencialistas pechofríos, háganos el favor de retirarse a sus mundos muertos
de aburrimiento y déjenos hacer nuestros quilombos bananeros, bailar la conga,
festejar en el obelisco, sambar, lidiar toros, bailar en el día de los muertos:
queremos tener el Cielo, adonde iremos a encontrarnos con nuestra novia de los
15 años, a descansar del hambre, la policía y la inseguridad, a comprarnos unos
Rayban y correr picadas por toda la eternidad, a estar tirados en la playa un
día que nunca se termina, con un mar siempre tibio y donde las mujeres siempre
tienen los cuerpos firmes y espléndidos; a ser campeones todos los campeonatos,
a ser poderosos, a hacer la Revolución Populista y a abrazarnos con nuestra
madrecita.
* * *
La marihuana ayuda. Y si se alcanza una etapa en que aún con
la cabeza volada persiste la angustia, pasar al opio, la heroína, etc.
El curso daría las herramientas para hacer esto
correctamente: no dejaría las cosas libradas a la indolencia del “etc.” ni libraría
a los participantes del curso la trabajosa tarea de averiguar dónde y cómo
conseguir todo aquello, cuánto cuesta y qué maniobras se harán para sortear los
eventuales inconvenientes jurídicos.
* * *
Previsiblemente, el curso incluiría la unidad “Epitafios”.
Se lo redactará y trabajará hasta tener un primer borrador,
que se podrá ir ajustando de ahí en más.
Se evaluarán alternativas de lugares donde se dejará el
borrador de epitafio: un blog —si se lo quiere ir socializando—, un papel que
se llevará en el bolsillo de atrás del pantalón, una carta a un colega
extranjero, al que se conoció años atrás y luego no se volvió a ver, con
instrucciones precisas para que en determinado año (en que se calcula que
estaremos muertos hace tiempo) lo envíe a parientes y amigos cercanos; en una
carta a la esposa del padre de uno, dentro de la caja fuerte.
He aquí un texto modelo:
Una amiga muy íntima
se asustó hace un rato cuando hablamos por teléfono. Es muy perceptiva y creyó
entrever que estoy pensando en suicidarme.
No me suicidaré.
Es sólo que tengo ante
mis ojos el final. Igual que cualquiera. A veces lo siento más o menos
inminente. Y como cualquiera estoy rodeado se señales que indican el final.
Ojalá no sea doloroso ni pronto.
Antes de morir quiero
dejar sentado que tienen mucha razón las personas que decidieron alejarse de
mí. Les he destrozado la vida, las aplasté, las ahogué. No las acepté como son,
las culpé de que mi vida era una desgracia, les pedí todo y luego las acusé de
no quererme lo suficiente.
Quiero decir que no
tengo remedio y debo explicar de dónde viene eso.
Cada vez que me meto
en mi habitación, me encuentro a oscuras. Sé que hay un ropero, una cómoda y
otros muebles, dos ventanas, mesitas de luz, alguna silla, alfombras, una cama,
y sobre la cama está mi papá agonizando. No puedo verlo. No puedo ver su cara
que se descompone de dolor, y corro afuera, a salir de mí, a aferrarme de
alguien para no estar solo, para que me proteja del horror, y en cuanto lo
consigo empiezo a temer que me rechace y me devuelva a la habitación, y
entonces me trepo encima suyo, más y más, y lo odio porque me abandona,
mientras lo necesito para no volver junto a mi padre.
El epitafio (a propósito, bastante largo) terminaría con un
fragmento de Mascaró, de Haroldo
Conti: “Las sombras mudan silenciosamente de lugar. (…) aunque todavía lejos,
se presiente la noche, ese corredor de pies enfundados que en algún momento les
dará alcance”.
* * *
El curso proveería otro formulario, para registrar todo
aquello de lo que uno se irá desprendiendo.
Que se vayan las cosas. Soltar, como dicen en Brasil: abrir
la mano.
Una vez que nos hemos liberado de todo lo que no es esencial
para el día a día, seguir con lo que estábamos haciendo y haremos hasta el
final, tranquilitos como chico con lombrices.
El curso de preparación para morir con alguna dignidad ayudaría
a encontrar esa tal actividad, que aloje y produzca la serena obsesión, como
sería leer, caminar, construir una maqueta, fabricar zapatos, pintar la luna en
diferentes cielos, resolver ecuaciones de Cálculo Matemático, coleccionar videos,
fotos, notas periodísticas y todo lo relacionado con la telenovela Rolando
Rivas, taxista; abrir una librería, inventar soluciones que ayuden a resolver
problemas rebeldes como la obesidad, el SIDA o la injusticia social;
construirse un rancho en la isla, procurar el bien de los hijos.
Buenos Aires, 5 de agosto de 2014
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