Bárbara me contó que Alicia, cuando ambas empezaron a
trabajar en un parador nocturno, tenía momentos de ira que apenas podía
controlar cuando los empleados despotricaban contra los hombres que concurrían
a dormir, darse un baño y cenar. “No puedo entender que sean tan energúmenos,
miserables y fascistas —le decía Alicia a Bárbara en aquellos primeros
tiempos—. Se refieren a los tipos que caen acá como si fueran una lacra, dicen
que son todos borrachos, drogadictos, criminales, que no tienen salida, que están
donde están porque quieren, que son culpables de la vida que tienen. No lo
puedo creer. ¿Cómo pueden hablar así? Son unos hijos de puta. Los mataría, te
juro”. El asunto es que dos años después el punto de vista de Alicia había
cambiado notablemente. “Me confesó —esto me lo dijo Bárbara— que cuando
empezamos ella, recién salida de una carrera humanística, era un alma bella. Creía que una persona que
estaba en una situación muy mala o era víctima de algo, especialmente de causa
social, era de por sí buena. Ahora
entendía que esa persona no tenía por qué ser buena, y que ni siquiera era real
esa dicotomía entre gente buena y
gente mala. No era real y era
berreta. «Muchos de los tipos que vienen acá efectivamente son faloperos, chorros, alcohólicos», me dijo. «El tema es que uno
no debe estar movilizado porque sean buenos,
puros, angelicales sino porque uno tiene una ética que le manda hacer algo
para torcer el rumbo de mierda de injusticia social que tiene nuestra
sociedad»”.
No llevamos libros ni porque somos almas bellas ni porque
los tipos que no tienen dónde caerse muertos sean angelitos por eso. Lo hacemos
porque creemos que es lo correcto.
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