domingo, 31 de agosto de 2014

Epitafio en un cementerio remoto


Cuando quiero conocer una ciudad voy a su cementerio. No voy con un plan, dejo que mi mirada vague, esperando que algo le llame la atención. A veces me detengo en algo, un instante o más, el tiempo que ello me demande. A veces llego a sentarme, en un banco o en el piso, o en una tumba, para mirar algo. En las afueras de La Paz, camino al Hauyna Potosí, encontré un pequeño cementerio y me senté en un banco de piedra a leer un epitafio.
El lugar, como todos los cementerios, estaba desierto. Las tumbas, desparejas, parecían haber brotado entre las piedras de la tierra en un movimiento que quedó congelado. La tarde se escapaba y su espacio parecía ser ocupado por un viento a ras del piso.
Había algo en el epitafio que me causaba intriga. Mientras lo leía alguien se sentó a mi lado. Sin saludar, comenzó a hablarme.

— Le voy a contar algo que sólo se le cuenta a quien se acerca a preguntarte cómo estás: intenté hacerle bien algunas personas y sólo las dañé. Me consuela que han sabido defenderse, pero me lastima que para eso me hayan expulsado de sus vidas.

Hizo una pausa. No lo miré directamente, pero noté que no me miraba.

— Yo no sé qué significa la soledad o estar solo. No entiendo qué quiere decir, me desconcierta como me desconcertaba de niño que me preguntaran si extrañaba a mis padres. No sé qué se debe sentir.

El silencio era enorme.

— Lo que siento es mucho frío y aturdimiento, como si hubieran estado toda la noche pegándome en los ojos.

Tenía la voz un poco áspera. No sonaba triste, y más bien era enérgica. El viento sopló con insistencia.

— El frío que me acosa me viene desde el fondo de los huesos, y sin embargo su origen es muy exterior. Viene de esa pequeña luna de blancura concentrada. Es la hija de la muerte. Nada vive en ella, ninguna vida hace brotar en la Tierra, sino que elige algunas personas para enviarle la muerte en el frío.

Busqué la luna con los ojos. No la encontré.

— Hablo con usted, disculpe. Usted quería estar solo. ¡No se viene a charlar a los cementerios! Menos a escuchar confesiones que un extraño le impone.

— No se aflija. Lo escucho.

— Es que van filtrando fuera de mí las ganas de vivir. No lo digo como quien anuncia que se va a suicidar o pide ayuda; digo algo que veo, como quien le señala el carro a su amigo y le dice “mira, tu motor está perdiendo el aceite”. Quizás incluso no esté mal perder vida. A lo mejor tenía un exceso que me ahogaba el buen funcionamiento.

Me pregunté si el hombre era una especie de acechador de personas en el cementerio. Si procuraba encontrar a alguien solo y lo atrapaba para contarle su historia.

— A veces sueño que volvemos a estar juntos. Es un sueño muy real y todo ocurre muy apaciblemente. No sucede nada, sólo somos felices. Quizás suceda en otra vida. Seguramente esa esperanza me animará en un momento…

Lo escuché respirar pesadamente. Finalmente dijo:

— Creo que he estado muy contaminado de vitalidad. La vida en exceso es tóxica. O quizás la vida misma no es buena.

Recordé las palabras de un ángel que se había hecho humano: “Por tanto tiempo de estar entre los hombres me he contaminado de vida. La vida, la vitalidad, lo vívido, esa grosería. La angurria, los sentimientos, la indignidad, el ansia, la desesperación, la crueldad, la muerte, el instinto, la enfermedad, la miseria, la posesión, la voluntad, la culpa, la sexualidad, la satisfacción. Ruindades de la condición de estar vivo.” ¿Era una novela de Mann?

Mientras intentaba recordarlo el hombre se levantó y se fue, sin saludar, en silencio, como había llegado. Lo observé caminar. No había nada destacable en él. Llevaba un pantalón gris y un pulóver marrón. Y entonces mi mente conectó el ángel al que me llevó la confesión del hombre con el epitafio que estaba leyendo. Lo que me preguntaba cuando él llegó era justamente quién había escrito el epitafio.

Lo tenía frente a mí. Volví a leerlo:

Aquí yace una hermosa criatura. Por un momento, la mucha luz que ha irradiado y la vitalidad juvenil que llenó sus entusiasmos nos hizo creer que trascendería. Pero todo lo humano tiene la condena del final. Ella también estaba destinada a morir.
Q.E.P.D.

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