Ayer vi a Guillermo. Caminaba de regreso a su casa con la
poquedad de alma de aquel a quien nadie espera, de aquel de quien nada se
espera.
Llevaba una bolsa de supermercado que parecía la larga bolsa
de testículos de un perro muy viejo.
Era una bolsa grande, en la que sólo llevaba dos o tres
cosas, pesadas. El resto estaba vacío.
Llevaba su almuerzo, o lo que comería aquel día. Comía para
no salirse de la rutina, porque si llegaba a salirse corría el riesgo de extraviarse
en un tiempo sin ritmo ni orden, del cual quizás no volvería.
Comería solo. Vivía solo, en su casa y en el mundo. No tuvo
hijos, su mujer lo había abandonado poco después de que se casaron y ya no
volvió a hacer pareja; sus amigos, sus escasos parientes, su hermana, sus
padres, estaban todos muertos. Su hermana había tenido dos hijos, pero no sabía
nada de ellos.
Le daba lo mismo comer o no. Si hubiera olvidado la bolsa en
el supermercado, quizás nunca habría recordado que una vez la tuvo, y habría
pasado por alto la comida, distraído pensando en nada. Ya no pensaba, sólo
tenía una angustia exigua y persistente.
Deambulaba por la Tierra mientras esperaba el momento en que
volvería a ver a los pocos que habían sido su gente.
Mientras, era tan inútil e ignorado como un sorete de perro.
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