jueves, 28 de agosto de 2014

Guillermo, al final


Ayer vi a Guillermo. Caminaba de regreso a su casa con la poquedad de alma de aquel a quien nadie espera, de aquel de quien nada se espera.
Llevaba una bolsa de supermercado que parecía la larga bolsa de testículos de un perro muy viejo.
Era una bolsa grande, en la que sólo llevaba dos o tres cosas, pesadas. El resto estaba vacío.
Llevaba su almuerzo, o lo que comería aquel día. Comía para no salirse de la rutina, porque si llegaba a salirse corría el riesgo de extraviarse en un tiempo sin ritmo ni orden, del cual quizás no volvería.
Comería solo. Vivía solo, en su casa y en el mundo. No tuvo hijos, su mujer lo había abandonado poco después de que se casaron y ya no volvió a hacer pareja; sus amigos, sus escasos parientes, su hermana, sus padres, estaban todos muertos. Su hermana había tenido dos hijos, pero no sabía nada de ellos.
Le daba lo mismo comer o no. Si hubiera olvidado la bolsa en el supermercado, quizás nunca habría recordado que una vez la tuvo, y habría pasado por alto la comida, distraído pensando en nada. Ya no pensaba, sólo tenía una angustia exigua y persistente.
Deambulaba por la Tierra mientras esperaba el momento en que volvería a ver a los pocos que habían sido su gente.

Mientras, era tan inútil e ignorado como un sorete de perro.


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