martes, 5 de agosto de 2014

El curso "Muera con algo de Dignidad"


Debería ofrecerse un curso que nos prepare para morir con dignidad.

En ese curso veríamos extensamente el tema del tamaño del Universo y del tamaño del Tiempo para tomar conciencia de que es un milagro portentoso que algo tan infinitesimal, tan descomunalmente despreciable como nosotros, exista. Tanto que no deberíamos siquiera existir, de modo que la muerte es una suerte de autocorrección del Cosmos.

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Despedirse. No esperar al momento en que caímos al agua en un mar infestado de tiburones o tan temido al anuncio del cáncer, sino empezar hoy.
En el curso nos darían el ejercicio de confeccionar la lista de todas las personas de las que nos queremos despedir, y en cada encuentro se debería presentar una planilla en la que se muestra el registro creciente de despedidas.

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El buck list, por supuesto, pero algo realista. Las películas no son la realidad, por Dios, estamos hablando de algo serio.
En el curso deberíamos poder confeccionar un buck list sensato y realizable. Un deseo cada tanto, por empezar, y nada de “un viaje a Nepal” y sí “ver por última vez The Blues Brothers”; no tirarse en paracaídas y sí decirle a alguien: “de todas las parejas que tuve, me quedo con vos”.

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Pensar seriamente en lo pelotuda que es la maniobra que estimamos tan intelectual que al asumirla nos sentimos con derecho a ponernos soberbios, de creer que la muerte es el final.
Por favor.
Si aceptamos que no sabemos qué sucederá después de la muerte, ¿de que nos sirve sentenciar: la nada? Si puede ser nada tanto como algo, ¡elijamos algo! Eso se llama “un mínimo de sangre”. O sea, europeos existencialistas pechofríos, háganos el favor de retirarse a sus mundos muertos de aburrimiento y déjenos hacer nuestros quilombos bananeros, bailar la conga, festejar en el obelisco, sambar, lidiar toros, bailar en el día de los muertos: queremos tener el Cielo, adonde iremos a encontrarnos con nuestra novia de los 15 años, a descansar del hambre, la policía y la inseguridad, a comprarnos unos Rayban y correr picadas por toda la eternidad, a estar tirados en la playa un día que nunca se termina, con un mar siempre tibio y donde las mujeres siempre tienen los cuerpos firmes y espléndidos; a ser campeones todos los campeonatos, a ser poderosos, a hacer la Revolución Populista y a abrazarnos con nuestra madrecita.

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La marihuana ayuda. Y si se alcanza una etapa en que aún con la cabeza volada persiste la angustia, pasar al opio, la heroína, etc.
El curso daría las herramientas para hacer esto correctamente: no dejaría las cosas libradas a la indolencia del “etc.” ni libraría a los participantes del curso la trabajosa tarea de averiguar dónde y cómo conseguir todo aquello, cuánto cuesta y qué maniobras se harán para sortear los eventuales inconvenientes jurídicos.

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Previsiblemente, el curso incluiría la unidad “Epitafios”.
Se lo redactará y trabajará hasta tener un primer borrador, que se podrá ir ajustando de ahí en más.
Se evaluarán alternativas de lugares donde se dejará el borrador de epitafio: un blog —si se lo quiere ir socializando—, un papel que se llevará en el bolsillo de atrás del pantalón, una carta a un colega extranjero, al que se conoció años atrás y luego no se volvió a ver, con instrucciones precisas para que en determinado año (en que se calcula que estaremos muertos hace tiempo) lo envíe a parientes y amigos cercanos; en una carta a la esposa del padre de uno, dentro de la caja fuerte.
He aquí un texto modelo:

Una amiga muy íntima se asustó hace un rato cuando hablamos por teléfono. Es muy perceptiva y creyó entrever que estoy pensando en suicidarme.
No me suicidaré.
Es sólo que tengo ante mis ojos el final. Igual que cualquiera. A veces lo siento más o menos inminente. Y como cualquiera estoy rodeado se señales que indican el final. Ojalá no sea doloroso ni pronto.
Antes de morir quiero dejar sentado que tienen mucha razón las personas que decidieron alejarse de mí. Les he destrozado la vida, las aplasté, las ahogué. No las acepté como son, las culpé de que mi vida era una desgracia, les pedí todo y luego las acusé de no quererme lo suficiente.
Quiero decir que no tengo remedio y debo explicar de dónde viene eso.
Cada vez que me meto en mi habitación, me encuentro a oscuras. Sé que hay un ropero, una cómoda y otros muebles, dos ventanas, mesitas de luz, alguna silla, alfombras, una cama, y sobre la cama está mi papá agonizando. No puedo verlo. No puedo ver su cara que se descompone de dolor, y corro afuera, a salir de mí, a aferrarme de alguien para no estar solo, para que me proteja del horror, y en cuanto lo consigo empiezo a temer que me rechace y me devuelva a la habitación, y entonces me trepo encima suyo, más y más, y lo odio porque me abandona, mientras lo necesito para no volver junto a mi padre.

El epitafio (a propósito, bastante largo) terminaría con un fragmento de Mascaró, de Haroldo Conti: “Las sombras mudan silenciosamente de lugar. (…) aunque todavía lejos, se presiente la noche, ese corredor de pies enfundados que en algún momento les dará alcance”.

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El curso proveería otro formulario, para registrar todo aquello de lo que uno se irá desprendiendo.
Que se vayan las cosas. Soltar, como dicen en Brasil: abrir la mano.
Una vez que nos hemos liberado de todo lo que no es esencial para el día a día, seguir con lo que estábamos haciendo y haremos hasta el final, tranquilitos como chico con lombrices.
El curso de preparación para morir con alguna dignidad ayudaría a encontrar esa tal actividad, que aloje y produzca la serena obsesión, como sería leer, caminar, construir una maqueta, fabricar zapatos, pintar la luna en diferentes cielos, resolver ecuaciones de Cálculo Matemático, coleccionar videos, fotos, notas periodísticas y todo lo relacionado con la telenovela Rolando Rivas, taxista; abrir una librería, inventar soluciones que ayuden a resolver problemas rebeldes como la obesidad, el SIDA o la injusticia social; construirse un rancho en la isla, procurar el bien de los hijos.


Buenos Aires, 5 de agosto de 2014


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