Observo a Arielito, el ahijado de mi mamá. Es un chico que
desborda entusiasmo, ganas de vivir y creatividad. Es intenso, voluntarioso y
determinado. Las ideas que se le ocurren (y se le ocurren constantemente), lo
incendian e inmediatamente se larga a realizarlas.
Pero he aquí que tiene un modo desastroso de hacer las
cosas, e indefectiblemente todo le sale mal. Nunca consigue lo que quiere,
siendo que lo ha concebido perfectamente y luego se ha entregado noblemente a
la tarea de hacerlo.
Veo también que el papá de Arielito es un tipo muy torpe y cuando
tiene que hacer algo se tensa tanto que acaba enredado, anudado, engranado y
tieso, y que Arielito ha heredado ese rasgo, y que cada vez que el padre ve torpe
a su hijo, el padre se siente culpable, y se siente imbécil al verse reflejado
en su hijo; se retuerce de bronca y Arielito, entonces, ve potenciado su
defecto, porque además de frustrar sus objetivos, es causa de la desdicha de su
papá, a quien ama.
Quiero decirle a Arielito que debería deponer sus ansias por
realizar. Avisarle que la materialización, la concreción, la realización de los
sueños está muy bien, pero que no puede ser un vector moral para todos igual,
vara del Juicio Final que acabará mandando al Cielo a los que obtuvieron
resultados y al Infierno a quienes no.
Hay que avisarle que su papá lo quiere lo mismo, cierto que
con esa contradicción entre quererlo porque sí y aprobarlo porque sea un self-made man. Su papá lo querrá como un
gran ocurrente y soñador, creativo, impulsivo, espiritual, trascendental,
contemplativo, inspirado. ¿Cuántos de los que pueden llevar a cabo muchas ideas
(la gran mayoría mucho más simples que las que se le ocurren a Arielito) le
llegan a los talones como apasionado incendiario?
No le puedo hablar a Arielito directamente porque estoy
muerto. Pero me apareceré en una de las sesiones de espiritismo a las que
concurre mi madre en la casa de Juan Montini, el que vende máquinas de coser, y
le daré el mensaje a ella.
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