domingo, 3 de agosto de 2014

La marca de la luna


En mi adolescencia debí estudiar Análisis Matemático. Lo resistí al principio, luego algún dáimon que aquella disciplina tenía en su interior me atrapó, me absorbió y al fin fui muy feliz, sumergido en los desafíos de ecuaciones y fórmulas, desafíos grandes como montañas. Tan lejos me fui que llegó un momento en que no ya no hice otra cosa. Y no sólo de día: dormía agitado, revolviéndome porque mi mente trabajaba sin parar en la solución de algún problema, y cuando arribaba a la zona crítica me despertaba, ¡arriba! ¡a trabajar en el papel, que estamos cerca del final!

Algo parecido me ocurrió hace unos días cuando estaba en una casa, desperté en mitad de la noche y en el baño, revestido el interior de mármol pálido, me llevé un susto que me detuvo el corazón. Desde el exterior por la ventana de vidrio opaco entraba una luz furiosamente intensa. Yo conozco bien qué hay en el exterior, los edificios, las antenas iluminadas, los carteles de publicidad, y sabía que aquello era algo nuevo. Era igual a los sets de filmación, cuando se filma un interior con una luz proveniente de un gran spot desde una ventana. O era como si un helicóptero estuviera apuntando un cañón de a luz a la ventana del baño. La luz era tan potente como la luz del día, pero lo que no tocaba lo dejaba en sombras.
Estuve un rato parado allí, con mis pies congelándose, yo estático mirando la luz, un poco preguntándome pero sobre todo anonadado. Suspendido, sentí el susto y luego ya no sentí nada.
Al fin me acerqué a la ventana y la abrí.
Era la luna.
No una luna gigante, sino más bien pequeña, aunque muy sola en todo el cielo, y muy redonda y de una luz muy sólida y poderosa. Esa potencia y el vidrio creaban el efecto de un spot descomunal.

Desde chico he escrito sobre la luna. Ese día no pude evitar escribir lo que me sucedió en aquel baño, y lo mostré en mi blog. Cuando vio lo que escribí una de mis profesoras de chino comentó que aquello era una versión del poema que habíamos trabajado unos días antes. Apenas leí el comentario me pregunté de cuál poema hablaba (habíamos trabajado varios), pero un poco después otra vez quedé pasmado: ¿cómo podía ser que yo no me hubiera dado cuenta de que escribiendo lo que me pasó en el baño, hacía una versión de aquel poema?
El poema, de Li Bai (Li Po), decía:

Ante mi lecho un charco de luz.
¿La escarcha cubre la tierra?
Levanto los ojos y contemplo la luna.
Bajo la cabeza, y pienso en mi hogar.

En el fondo de mi pregunta había otras preguntas: ¿cómo podía ser que yo hubiese vivido el poema? ¿Acaso procuré hallarlo en la realidad? ¿O fabricar una realidad con el poema? ¿Qué me pasaba con el poema? ¿Qué me pasa con algunas cosas que se escriben? ¿Cómo lo que hallo escrito crea, recrea, transforma, labra mi realidad? ¿Con qué palabras me pasa esto? Aquí mi profesora me hizo tomar conciencia, pero ¿no me estará pasando esto otras veces y no me doy cuenta?

En general aborrezco los poemas. Cuando me he acercado a ellos, leyendo o tratando de escribir, me parece que el asunto se limita a formalidades de rimas o no rimas, métricas, sonidos y silencios, palabras. Es de una banalidad extrema la importancia de la subjetividad y la pose de poeta. Me contaron que Juana Bignozzi estaba un día en un bar, unas mujeres la reconocieron y la invitaron a que estuviera presente en la tertulia de poesía que estaban haciendo en el salón del subsuelo. Ella se resistió, pero tanto le insistieron que aceptó ir, sólo para no quedar como una mal educada. Soportó las lecturas 15 minutos y luego descargó su furia, explicando cómo todo aquello era una basura inmoral.

Juana Bignozzi era celebrada y agasajada por aquellas mujeres porque escribe poemas.

El poema de Li Bai no me conmueve estéticamente, como me sucede con algunos temas musicales, pero se me hundió no sé en qué profundidades y desde allí me despertó aquella noche y me llevó hasta el baño, y me dejó parado como un fantasma.

Creo que la verdadera poesía son las palabras que perturban a algunas personas. Penetran en lugares muy vivos de su ser y allí hacen algo de modo que la persona de ahí en más ya no es la misma.
Puedo pensar en unas pocas palabras de Miguel Hernández, otras pocas de Peter Handke, de Juan Ramón Giménez, de César Vallejo.
La poesía tiene menos que ver con la experiencia estética, la declamación y la investidura que con aquello que cambia por dentro a algunas personas. Las cambia instalando una manera diferente de ver, un sentimiento nuevo, una obsesión, un énfasis nuevo. Eso, claro, produce un cambio en la realidad, porque se la percibe y vive de modo diferente, y así cambia la vida.

Creo, en fin, que los verdaderos poemas actúan en las personas como traumas.








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