Hay algo allí dentro.
Pasé cerca. Era una cabina como de seguridad o una casilla
para vivir, muy pequeña.
Estaba cerrada, clausurada. Casi hermética. No tenía
ventanas y no vi dónde estaba la puerta.
No lo olí realmente, pero era como haber olido algo.
Sentí la presencia de un animal allí adentro.
Como si la hubiera olido, pero era otra cosa.
Pensé “ahí dentro hay un oso”.
No tenía sentido, pero era patente, de una realidad más
precisa que esta realidad. Como cuando de repente hace frío o cuando levantás
instantáneamente la vista y descubrís a alguien que te está mirando. Algo en
vos lo sabía, pero vos no lo sabías. Algo en vos lo sabía, por eso buscaste a
quien te estaba mirando.
Había algo vivo allí dentro. Algo como un animal, que no era
un animal, pero era enorme, impredecible, feroz.
Ya hacía dos años que vivía en el pueblo, pero no había
visto la casilla. Pensé que podían pasar otros dos años sin que pasara por ahí,
pero ahora sabía que estaba, con aquella cosa encerrada.
Podía hacerme el distraído, pero ya el pueblo no sería el
mismo.
No podría dejar de preguntarme qué pasaría si se liberara
aquello.
Le pregunté a otros, pero casi nadie recordaba la casilla.
Algunos habían notado su presencia, pero no le prestaron atención.
No percibieron nada especial.
Unos pocos se extrañaron y una señora había sentido lo mismo
que yo.
Le propuse ir a encontrar la puerta y liberar lo que había
allí dentro.
Ella ya había pensado en eso. “No tiene puerta”, me dijo.
“Hace años, desde antes que vos nacieras, que estoy
esperando que la fuerza contenida ahí quiebre las paredes y aparezca en esta
realidad. Cuando eso suceda nuestras vidas realmente cambiarán. Ya no será una
sensación”.
“¿Está mal que las rompamos nosotros?”
“No. No está mal. Yo no me atrevía, pero ahora siento que
hay en vos y en mí parte de eso que está
encerrado, y que somos necesarios para liberarlo”.
“Vamos”, me dijo al fin, y fuimos, sin tener idea de cómo
haríamos lo que queríamos hacer ni cuáles serían sus consecuencias.
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