Ayer hablamos con
mi hermana Anita sobre el consentimiento a los hijos.
Decíamos que no
siempre es bueno para ellos.
Estábamos los dos
solos en el local que alquiló para abrir una pollería.
Es un local muy
grande, y estaba vacío, salvo las grandes heladeras que ya compró.
Estábamos de
acuerdo en todo lo que hablamos.
Le dije que sé
que tiene todo lo necesario para que le vaya bien.
Le dije que debía
pensar que tal vez los primeros meses son a pérdida, y que debía incorporar esa
pérdida al cálculo de la inversión inicial.
Cosas que uno
dice porque es el hermano mayor.
Le dije que la
ubicación es muy buena.
Le dije que
siempre la venta de comida anda bien, porque aún en las peores crisis, la gente
necesita comer.
Ella estuvo de
acuerdo en todo lo que dije.
Supe que ya había
pensado cada cosa que le estaba diciendo.
Le dije que iba a
demandar de ella su mente y su cuerpo. Iba a tener que vivir allí.
Le dije que
cuando empezara a andar bien, le convenía empezar a reinvertir en ese negocio,
arreglar el auto y arreglar la casa.
O sea, que
comenzaría a tener una nueva vida.
Estábamos allí,
en ese lugar vacío, en el comienzo de la nueva vida de Anita.
Hasta ahora, sólo
había seguido la iniciativa del hombre que fue su marido.
Hasta ahora se
apoyaba en nuestra mamá. Nunca sabía bien Anita cuánto ganaba ni cuánto
gastaba. Nuestra mamá la cubría.
Hasta ahora,
Anita siempre se las había arreglado para que la apañaran, la consintieran, y
así evitó responsabilizarse.
Ahora empieza.
En la sociedad de
nuestros abuelos, esto hacía la gente a los 21 años. Los tiempos han cambiado,
la historia de nuestra familia cambió. Ella tiene 54, y está perfecto que
empiece ahora.
Por primera vez
se pagará un seguro de salud.
Por primera vez
progresará por su trabajo.
Ya no vivirá
consentida.
Estábamos los dos
ahí, solos.
Sentí con mucho
extrañamiento que nuestra mamá ya no estaba entre mi hermana y yo.
Entonces le dije
que ante cualquier duda práctica que tuviera, tenía alguien que le daría el
mejor consejo que iba a encontrar: nuestro padre.
Él es comerciante
puro y tiene el don de conocer el funcionamiento de las cosas.
Saqué una foto de
nosotros dos y se la mandé a él.
Más tarde él
llamó. Dijo que el local estaba muy bien.
Le expliqué que
le recomendaba a Anita que le pidiera consejo.
— ¿De qué?
— No sé… de qué
hacer con la recaudación en efectivo, por ejemplo —imporvisé.
El dio un consejo
perfecto. Anita asentía.
En realidad, su
consejo era lo que Anita ya me había anticipado que ella haría.
Pero todos nos
quedamos muy contentos.
Anita, te va a ir
muy bien.
Muy bueno
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