Como los
extranjeros que viven en cualquier país, los que están en China pueden
dividirse entre los que no están aguantando más porque quieren volver a casa, y
los que se han hecho al medio.
Uno de estos
últimos contó estos días que se casará con una china. Le pregunté qué de la
chinidad de la chica le gusta, pensó y pensó, se revolvió en pensamientos y al
fin salió con algo en la mano: “me gusta su inocencia”.
A muchos nos
llama la atención la inocencia, la pureza, el candor que hay en los chinos
(claro, junto con muchas otras cosas).
Algo que está
entre la más alarmante vulnerabilidad y fragilidad, y una fortaleza imbatible.
Hoy un periodista
con mucha audiencia y que digiere las cosas apenas para darle la forma que el
sentido común ansía, o sea más de lo mismo, siempre lo mismo, decía en su
programa de radio que ya todo el mundo está dentro del capitalismo (como si las
formas de la economía fueran etiquetas) y que por lo tanto no hay más utopías
que la capitalista.
Ayer revisábamos
con dos amigos el fracaso de Barbie en China, cuando intentó ser introducida a
la fuerza.
Decíamos que a
padres e hijos chinos les resultaba chocante que las nenas jugaran con una
muñeca que remedaba a las concebidas para la sartisfacción de los hombres más
fetichistas. Sólo consiguió ser adoptada cuando se presentó como una nena.
En el universo
simbólico chino, la niñez es asociada con la alegría y la felicidad.
“Ellos conservan
eso”, dijo la chica más despabilada. “Las antiutopías nuestras no los rozan”.
Tal vez sea una
decisión de los chinos que las antiutopías no los rocen.
Están muy seguros
de que sus hijos, aún niños, estarán bien. Mejor que ellos. Cada vez mejor.
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