Somos amigos, compañeros, cumpas desde hace muchos años.
Ella es como era mi mamá, una mujer a quien no se le ocurre que haya diferencia
entre los hombres y las mujeres.
Hace muchos años que somos amigos, de la época en que ella
era soltera. Después se casó con un tipo macanudo, de esa gente que hace lo que
piensa. Me alegré y aunque pasaron por algunas tormentas, me sigo alegrando por
ella. Él es una de esas personas a las que se envidia con admiración y deseándole
lo mejor porque se lo merece.
A veces nos encontramos solos con mi amiga de mi alma. Muy
cada tanto, un par de veces al año. Tomamos una cerveza, picamos algo en algún
bar cerca de su casa.
Un rato.
Nos ponemos al día, casi como parientes. Estamos conectados
por el celular, obvio, o sea que sabemos inmediatamente cosas del otro, pero
vernos es diferente. Contarnos nos hace saber las cosas en profundidad.
Y charlando volvemos a ser nosotros.
Ella trabaja mucho. Encontrarse conmigo es una salida que ella tiene.
Tiene dos hijas chiquitas, la más chica de un añito.
Ayer estaba contenta porque desde hace unos días por primera
vez en cuatro años las nenas se quedan toda la noche en la pieza de ellas.
Estaba, al fin, durmiendo bien. Se podía entregar a dormir
toda la noche.
Se divierte con todo lo que nos decimos. Le doy algo y
cuando lo mete en la cartera saca para mostrarme, riéndose, dos pañales
descartables.
“Tengo pañales, tengo toallitas húmedas, lo que quieras”.
Lo que yo quiera, quisiera, si tuviera un bebé. No lo tengo,
ni lo voy a tener ya.
La miro. Se ha arreglado tan linda. Es tan elegante y tan
sencilla, y fresca. Tiene unos anillos que la elevan a la categoría de esa
criatura gloriosa que son las mujeres.
— Me tengo que ir —le digo.
— Se nos hizo corto.
— Sí, como siempre
— Sí.
— Dale saludos a tu marido.
— Bueno, vos cuidate.
Nos saludamos con un beso y cuando nos estamos yendo nos
miramos en silencio un instante.
Como siempre.
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