Las noches le cocinan
las tripas con pesadillas atroces.
Noche tras noche.
En su cuerpo quedan
las huellas, pero a la mañana su mente no recuerda nada.
Ni siquiera necesito llevar la mirada al rabillo del ojo
para saber que tengo detrás de mí la yegua gigante, negra infinito, negra como
un agujero negro.
La tengo casi pegada, a un centímetro de mí.
Huelo su aliento brutal, su silencio es una masa de silencio
tan maciza como una roca.
Lo más perceptible es su intención, demoníaca, pesada. Quiere
hacerme trizas, quiere deshacerme en un amasijo de carne viva.
En un rapto de inspiración giro sobre mí y le clavo las uñas
en el cuero caliente y me trepo reptando hasta su lomo, porque al fin de
cuentas no ha sido otro el motivo de que este monstruo exista que mi deseo de
montarlo para que me lleve no sé adónde, pero donde todos sea maravilloso y
desconocido.
Pero cuando estoy allí arriba y la yegua comienza a galopar,
el miedo mortal toma posesión de mí y regreso instantáneamente a esta realidad
que es como una cárcel que me mantiene enajenado.
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