A veces estoy muy arriba y a veces muy abajo. Entre un
momento y otro no media nada, o más bien, media la nada, un vacío, un espacio
de amnesia, como cuando me dieron anestesia general.
Cuando estoy arriba no pienso, sólo estoy en la acción.
Pero cuando estoy abajo pienso esto que estoy pensando.
¿Cómo podía estar tan bien y ahora tan mal? ¿No es que uno tiene buenos tiempos
y malos tiempos? ¿Cómo en un mismo tiempo uno está muy bien a la noche y a la
mañana está arrasado por el embrutecimiento, y a la tarde anda con un personaje
calzado y a la mañana siguiente el mundo tiene sentido, todo entero?
¿Habré de renunciar a la idea de “mi vida”, a la de idea de “yo” y entender que no soy otro que el que está en cada momento, con cada grupo de personas, con una persona o solo? ¿Y habré de entender que no hay una vida, sino sólo pasajes inconexos?
Cuando tenía 18 años mis viejos me regalaron un reloj. Era como el regalo que sellaba el rito de paso a la adultez. Un reloj que compraron en muchas cuotas, una máquina maravillosa. Mi amigo Pablo, que tiene ese mismo sentido sagrado de un algo a lo que se pertenece para siempre, me preguntó de dónde saqué el reloj tan feo que tengo ahora y le conté que últimamente me he dado a la costumbre de comprarle relojes a los africanos que los venden en la calles y por los bares.
Frente a Pablo terminé pensando qué era aquello de un reloj para toda la vida y qué tenía de disparatado que cada reloj que tengo es uno de una serie que le voy comprando a los africanos.
Uno de esos relojes, además, fue un regalo de otro amigo. Habíamos
hecho un trabajo juntos y teníamos encima el dinero que cobramos. Tomábamos un
café, vino un africano, nos pusimos a charlar con él, lo invitamos a sentarse, y
cuando dijo que tenía que seguir trabajando, mi amigo, a mí: "te invito un
reloj".
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