No puedo salir fácilmente de la inmersión en un mundo de sentimientos
y palabras, decir qué siento, qué me pasa, qué soy y preguntar y charlar con
mis amigos sobre qué sienten, qué les pasa, cómo están con sus parejas, sus carreras,
hijos, pasiones, asuntos, sus vidas.
Cuando por un accidente aparezco en otro lugar, me quedo muy
asombrado.
Por ejemplo, en el consultorio del analista, cuando no sé qué
responder.
O los otros días, con la empleada de mi papá. Una chica
china. Nunca habla. Ni siquiera saluda cuando llega o se va. Si puede resolver
una pregunta con un movimiento de la cabeza, no lo duda.
Por ejemplo:
Yo: ¿Te gusta vivir en Estados Unidos? ¿No fantaseás con
volverte a vivir a China? Allá están muy bien ahora, ¿no? Están mejor que
cuando mucha gente emigró. Yo si estuviera en tu lugar quizás pensaría mucho en
eso. Claro que sería más ir que volver, porque el lugar debe estar cambiado. ¿Cómo
te sentirías allá, si fueras ahora?
Chica: Hm.
Y tuvimos otra charla. Resulta que mi papá se enojó porque
le compré algo a él. Montó en cólera, en realidad, se descargó a los gritos.
Bien, esa fue la vez que oí a la chica decir la mayor cantidad de palabras, y
lo hizo para atajar a mi viejo. Se jugó, porque
la relación de mi papá con sus empleados es muy vertical. La chica es,
ante todo, obediente, o más, sumisa.
Cuando volví a verla, un año después, le dije: “tengo que
agradecerte aquella vez que saliste en defensa mía frente a mi papá”.
También me respondió “Hm”. Me quedé mirándola y me entró la
fantasía de que para ella, que está muy lejos de este océano de subjetividad
charlada, mis palabras equivalían a pedirle que nos casáramos.
La verdad es que no me disgusta ese otro océano de “hm”. Aunque
sea para ir a descansar.
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