Lo que más le gustaba de la vida pública era ir en el
asiento delantero del coche de caza entre Mthuka, que conducía, y yo. Siempre
se sentaba muy tiesa y miraba al resto del mundo como si nunca los hubiera
visto hasta entonces. Algunas veces hacía una cortés inclinación de cabeza a su
padre y a su madre, pero otras veces ni los veía. El vestido, que habíamos
comprado en Laitokitok, ya estaba muy ajado por delante de sentarse tan tiesa y
el color no resistía los lavados que le daba a diario.
Habíamos acordado comprar un vestido nuevo. Para Navidad o
cuando consiguiéramos el leopardo. Había varios leopardos, pero éste tenía una
importancia especial. Por ciertas razones, para mí era tan importante como para
ella el vestido.
— Con
otro vestido no tendría que lavar tanto este —me había explicado.
— Lo
lavas tanto porque te gusta jugar con el jabón —le repliqué yo.
— Quizás.
Pero ¿cuándo podremos ir juntos a Laitokitok?
— Pronto
— Pronto
no sirve —dijo ella.
— Es
todo lo que tengo.
— ¿Cuándo
vendrás a tomar cerveza por la noche?
— Pronto.
— Odio
la palabra pronto. Tú y pronto son unos hermanos mentirosos.
— Entonces
no vendremos ninguno de los dos.
— Tú
ven y trae a pronto contigo.
— Lo
haré
Cuando íbamos juntos en el asiento delantero del coche le
gustaba tocar el relieve de la vieja funda de cuero de mi pistola. Era un
dibujo de flores muy viejo y gastado y ella repasaba el dibujo cuidadosamente
con los dedos y luego quitaba la mano y apretaba el muslo con fuerza contra la
pistola y la funda. Y entonces se sentaba más tiesa que nunca. Yo le daba un
golpecito muy suave con un dedo sobre los labios y ella se reía y Mthuka decía
algo en kamba y ella se sentaba muy estirada y apretaba el muslo más fuerte
contra la pistolera. Mucho tiempo después de haber empezado con esto descubrí
que lo que quería, entonces, era que el repujado de la pistolera le quedase
impreso en el muslo.
(Al romper el alba, E. Hemingway)
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